jueves, 3 de mayo de 2012

EL ALIENTO COMPARTIDO DE UNA DESPEDIDA

Nuestra vida diaria está cargada de momentos compartidos con sabor a despedida, dejando que la distancia seque las lágrimas y los pañuelos sigan ondeando su tristeza por el alejamiento, con miradas que pareciesen discursos interminables y ese sudor frío que humedece las palmas de nuetras manos, en un intento por convocar al recuerdo y no soltarlo en su trote furioso de desencanto y sombra.

Y volvemos, en busca de algún tesoro perdido, reencontrando nuestras raíces y saludando a los gestos que entrañan hospitalidad y vivencian la serenidad y la calidez que sólo podían sentirse a través de la línea telefónica o los caracteres que te permiten escribir en las redes sociales.

Pero hay viajes sin boleto de regreso, precisando tener las maletas hechas y estar convencidos que vivimos como inquilinos del mundo, hasta que nos pidan el local, dos condiciones esenciales antes de subir a ese autobús virtual que te llevará, desde aquí y para siempre, a algún rincón o paraje, triste o colorido, donde te han preparado lo necesario para un descanso eterno, sin facturas ni hipotecas, paro ni pleno empleo, manifestaciones ni aplausos, vacaciones ni estrés, árboles marchitos ni primas de riesgo, discursos ni mensajes subliminales. 

El único interrogante es el tiempo de espera, pues a pesar de tener un turno asignado desconocemos el día y la hora exactos, por lo que los preparativos se transforman en una agonía, sutilmente anunciada, arrancando gestos de dolor y sufrimiento, en nuestro intento de permanecer adheridos al suelo y a nuestra historia, un rosario de altibajos y proyectos, desenmascarándonos en nuestros últimos días como seres dependientes, inconclusos, agotados, previsibles, incoloros y mortales. 

Ese aliento de despedida va cargado de intereses creados que agotaron vidas y castigaron la inocencia -violando su crecimiento-, a irresponsabilidad y desenfreno en las deciciones que comprometían y el sesgo de consenso que se le otorgó a momentos que sonaron a abandono, a testamento de ahorros empolvados de influencias y mensajes que no convencieron para salvar crisis insolidarias.

A pesar de todo, siempre es un aliento compartido por quien asume o se delega, acepta o participa, se involucra o reclama estar ahí presente mientras tu cuerpo se deshilacha y consume, va quedando sin reservas y una enfermedad con nombre lo va llevando a ese túnel por donde se alejará, pronto, muy pronto, con pañuelo en mano, presa de sus verdades y sus secretos.

Es ardua la tarea para quien acepta el rol de compañero de un ser humano en su etapa terminal, porque al tiempo que se informa sobre la patología que condiciona tu existencia hay que ofrecer tiempo y presencia, olvidándonos de lo que fué y servir de apoyo, descubriendo necesidades que quizás él nunca alcanzó a encontrar y satisfacer en los demás.

Se actúa de confesor y traductor, porque el lenguaje exige escuchar atentamente e interpretar vivencias y actos de la obra que representó, a veces cargada de mensajes y otras de despropósitos, pero, al fin y a la postre, hay que convertirse en garante de su tiempo terrenal para permitirle la transición en paz, sin recordarle préstamos ni exigirle disculpas. contribuyendo a realizarle en las horas que el más allá le conceda para terminar de empacar.

Todo ser humano, aún al filo de lo inaceptable, debe tener derecho a que se le construya una esperanza de redactar el proyecto de vida para los suyos, de lo que se sienta orgulloso en el infinito, hay que ser testamentario de sus relatos y preferencias, notarizando sus actos de constricción y su fé en quienes le quisieron y disfrutaron de él, complementarios o suplementarios, ondulados o quebrados en sus rasgos y actitudes, como el biógrado de una vida que ya va dejando de pertenecerle.

Hay que constituirse en árbitro de sus dudas y vacíos, manteniendo viva la ilusión por reconstituir y reparar, transmitir y perdonar, resurgir y aplaudir cuantas escenas hayan transcurrido en la obra que haya debido representar en este planeta, con una partitura aprendida o improvisada, pero procurando que quede el ejemplo en quienes le ven tomar el autobús para nunca regresar.

Debemos provocar en quien va alzando la mano para despedirse que escriba la última conferencia de todo ser agónico, tomando con el pincel de su voz apagada el color de alegría con el que despedirse, redirigiendo sus impulsos para enfocar sus más exiguos esfuerzos y transformándose en aliado de sus propias convicciones.

Se debe ser exigente en arrancarle sonrisas de júbilo y declaraciones que sirvan de engranaje para hilbanar cabos sueltos, concediéndoles el perdón de la solidaridad mientras escuchen y sostener su mano temblorosa para sellar su último deseo, mientras sientan el calor de la nuestra; fortalecer el efecto farmacológico de los medicamentos con las reflexiones del alma que le conduzcan a sentir paz y fortaleza interior, cobijando su esqueleto reducido con tentáculos de presencia, amistad y sabiduría, sin ofertarle espejos para que se vean reflejados sus antecedentes ni preparando revueltos de palabras, enfocándonos en aquello que da sentido a nuestro paso en este mundo, siempre inmaterial y en tránsito.

Permitamos la libertad de expiración a quien desea irse con serenidad y aceptando devolverle lo último que se le olvidó empacar, agradeciéndoles siempre que nos hayan hecho más pequeños ante Dios por reconcocer la grandeza de la vida, proponiendo siempre la verdad como estrategia realmente oportuna y aceptada ante la trascendencia de la llamada, aplicando la medicación y cuidando las heridas al tiempo que reparamos su dolor por la esclavitud de sus esfuerzos, la desesperación de los legados, las huellas de sus ausencias, los latidos de sus incomprensiones y hasta el sudor de algún trazo de maldad, porque ahora hay que mirarlo desde el corazón, aún en su fragmentación y en su consunción.

Siempre debemos extender la mano para abrazar y levantar el orgullo que se nos va o la obra que se traslada, con sus consejos y sus propuestas de libertad subtitulada y de amistad nunca reconocida. Por esto y por mucho más, cuando compartimos el aliento nos convertimos en cómplices convencidos de nuestros propios errores y crecemos en actitudes verdaderas, con lo que ya podemos ir llenando las maletas que tenemos que empacar para cuando nos toque partir.

Hasta siempre o hasta que nos reencontremos, como familiar o amigo, profesional de la salud o desconocido, enemigo o confesor, porque vivenciar este momento es aprender una lección más que la cátedra de la vida nos regala, fotocopiada, para que siempre podamos repasar y aplicar "el aliento compartido de una despedida", un capítulo sin dolor porque nos hace grandes y sin lágrimas por que recibimos más de lo que estuviésemos dispuestos a entregar a un ser humano que se nos va para siempre.



Dr. Juan Aranda Gámiz  

No hay comentarios:

Publicar un comentario