domingo, 30 de junio de 2019

NO SIEMPRE RESPONDE EL CORAZÓN


Acostumbramos a pasar de largo sobre los condicionantes más problemáticos de nuestra convivencia, para no darles la importancia que realmente pudieran tener y, por ello, no asumimos -como probable- que podamos ser diagnosticados de una enfermedad grave en nuestro recorrido por esta vida.

Por lo tanto, reaccionamos con la incertidumbre propia del ahogo y discrepamos hasta la saciedad, sin espacio para reflexionar sobre la verdad que puede estar arrinconada en el juicio clínico, negando toda posibilidad de verdad. 

A veces, pensamos que los accidentes de tráfico son patrimonio de los irresponsables, que conducen al son de las campanadas que da el estado de ánimo, despreocupándose de los otros ocupantes y de la seguridad de quienes, en ese momento, también circulan por el mismo tramo de carretera.

Por lo tanto, nos ponemos al volante y vamos a la deriva, ansiando que el cumplimiento de una promesa, el hábito de rezar y presinarse antes de salir o la vela que dejamos encendida, sean nuestro apoyo, el que no se va a aceptar como incriminatorio si alguien nos observa en el fraude o nos detecta en el error y salpicamos de injurias a quien nos señale como culpables.

Terminamos una discusión, de la que no hemos filtrado lo bueno y el estado de ánimo se predispone para dar una respuesta a un amigo que, de manera incondicional, se rozó con nosotros en el camino de su vida diaria, en ese día y momento.

Por lo tanto, hierven los vocablos y salen teñidos del colorante que ya tenía la olla, discrepando contra todo y todos, desacreditando la voz amigable o precipitando una ruptura, aunque fuese con nuestra propia sombra y, seguidamente, extendemos la mano para disculparnos cuando la paz llegó a nuestro cuerpo y esperamos que el perdón borre nuestro impulso descontrolado, porque así tienen que aceptarse los seres humanos.

Tenemos los bolsillos hambrientos y un hijo nos pide un complemento para comprar un útil escolar o el mendigo que pide en la esquina nos pide una limosna y maldecimos habernos olvidado la cartera en el dormitorio, el monedero en el despacho y arrancan los prejuicios del "que pensarán los demás de mi actitud".

Por lo tanto, hablamos de lo que tenemos y podemos buscar los avales necesarios para el momento, solicitar algo en préstamo o derivar a quien pide a otro amigo, porque el descrédito de no llevar dinero a cuestas nos invalida en la calle de las peticiones y ofendemos al destino por habernos presentado esta prueba y haber fallado en el intento.

Aprendemos a vivir con un estilo social, derivado de la clase a la que estamos convencidos que pertenecemos, derivado del aprendizaje que hemos tenido por el aparente saber estar, aunque no lo demostremos y los apellidos que nos respaldan dentro y fuera de nuestra localidad y, si alguien intenta compararse o vincularse afectivamente, desprendemos una mirada que sabe a aviso para los intrusos más atrevidos.

Por lo tanto, enjuiciamos a quien comparte el espacio porque su tono de voz moderado intimida nuestro ego o porque su razonamiento válida anula nuestra agresividad.

Vivimos tan inseguros de nuestros actos, casi siempre apoyados en la inmadurez de un carácter que se quedó atascado en la adolescencia, que pensamos que la agresión es el mejor mecanismo de defensa, buscando la intimidación para evitar ser descubierto.

Por lo tanto, nos descargamos en epítetos y achacamos a la osadía del otro nuestro arrebato impropio, como si pensar dependiese de las circunstancias y no de las percepciones.

En muchas ocasiones, nos preparamos para el fracaso, porque actuamos superficialmente y sin un análisis meditado, trasladando nuestras actitudes gregarias o grupales al lenguaje coloquial, donde las relaciones humanas descubren las miserias humanas en los arrebatos y los vacíos sentimentales en los silencios y cambios de semblante.

Es entonces cuando mejor nos percatamos que responden los músculos o el esqueleto, sin capacidad de razonar, o el cerebro obnubilado y vacío de circuitos neuronales, pero no el corazón, que es quien mejor detecta y responde, con la cordialidad que le da su lugar, su temperamento y su color sanguíneo.

Tu amigo, que nunca te falla, cree que siempre debiera responder el corazón, porque es donde mejor reposa la humildad solidaria y la sencillez de la templanza, ese saber lo que el otro necesita antes de reconocer lo mucho que deseas.



JUAN






No hay comentarios:

Publicar un comentario