miércoles, 26 de julio de 2023

Los abuelos tienen la culpa

 

Hoy quisiera culpar a los abuelos, como miembro de un Tribunal Humanitario, que tanta falta nos hace en este mundo con un cambio climático incuestionable que, por los vientos de desaire o por las lluvias torrenciales de desapego, está erosionando los cimientos de nuestra convivencia más digna.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra ternura cercana, porque de ellos aprendemos a palpar la tersura para impregnarnos luego de la humedad de las arrugas y logramos sentir el color del viento cuando nos brotan los colores si violamos  nuestros propósitos más íntegros y verdaderos.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra prudencia tártara, por la cantidad de ingredientes que copiamos de sus gestos y sus palabras, acompañados siempre del efecto suavizante de los consejos o moralejas que supieron transmitirnos.

Los abuelos tienen la culpa de que no renunciemos a nuestros propósitos, porque muchos fueron los suyos propios y en nuestro empuje para alcanzarlos se vislumbra la frustración que acompañó a sus vidas por una astenia de ideales ambiciosos.

Los abuelos tienen la culpa de nuestro respeto por la  vida, porque la serenidad de los pasos, la caminata reflexiva en los asientos de los parques y las miradas al trasluz, en momentos de silencio, nos transmitieron la lectura de los componentes químicos necesarios para llenarnos de la única energía que precisamos para nuestro recorrido vital.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra falta de odio y nuestra incapacidad para la venganza, de la necesidad de saber mirar en los rincones y poder hablar  con las sombras, de escuchar a los balcones y recitar, a viva voz, el goteo del rocío de la mañana.

Los abuelos tienen la culpa de que miremos al cielo cuando conseguimos una meta, de que lloremos en los momentos del parto de nuestra compañera de vida y aún de que no digamos nada cuando alguien  descubre en nosotros una verdad inaparente o un valor escondido.

Los abuelos tienen la culpa de que nos sintamos bien si nos consideran feos, que sigamos trabajando si alguien nos cataloga de torpes, que nos mantengamos en el camino a pesar de las piedras y que sigamos acumulando historias vivificantes en la suela de nuestros zapatos.

Los abuelos tienen la culpa de que nos sigamos mirando al espejo porque a ellos les parecía bien nuestra elegancia en la apariencia, que nos miremos hacia adentro porque ellos nos enseñaron a darle la vuelta al calcetín y que pasemos por esta vida sin hacer mucho  ruido porque el secreto está en el silencio de nuestras voces.

Los abuelos tienen la culpa de lo que nos enseñan sus nietos y de lo que aprendemos de las costumbres de sus recuerdos y, también, de los misterios que encierran las alabanzas vacías y las penitencias huecas.

Los abuelos, al fin y al cabo, siempre tienen la culpa de la humedad de nuestras lágrimas y la sequedad de nuestro orgullo, de la ironía de nuestra verguenza y la calidad de nuestras futuras enseñanzas, porque fueron pedagogos exclusivos, maestros con cordura, profesores del buen hacer  y nunca nos propusieron la demagogia como estilo de vida.

Los abuelos tienen la culpa de todo lo bueno que aún tenemos que escribir.


Vuestro amigo, que nunca os falla



Juan 

sábado, 22 de julio de 2023

El éxito está en el banquillo

 

Se piensa que las cabezas visibles, la alineación oficial entregada por el entrenador de turno, son quienes deben competir “a muerte” para intentar superar los avatares de cualquier enfrentamiento, anteponiendo el “fair play” y con el único propósito de ganar en la contienda.

Sin embargo, cuando se debe jugar con la avaricia de quien se mira el ombligo, como centro del mundo y la codicia de un poder que se desea con vehemencia en lugar de con una reflexión por el bien común, hay que echar mano del banquillo.

Y ahí tenemos la filosofía de Goebbels, la que bautizó como “Guerra total”, con el único propósito de convertir mentiras en verdades si se repiten miles de veces, lo cual es una estrategia para seguir con los regates propios de los pilares de la posverdad.

Más adelante ponemos en el medio del campo a la mecánica, para que se desenvuelva reteniendo el balón con monotonía y aburrimiento, hasta tal punto que el tiempo que transcurre nos haga perder la ilusión y el interés por ir al campo a aplaudir y reencontrarnos con el deporte, en su esencia más enriquecedora.

Y es entonces cuando buscamos las “comas” a las manifestaciones de los políticos y los “rictus” en las respuestas, procurando que se pierda la atención en el contenido, porque posiblemente no lo haya.

Casi al final del primer tiempo sacamos al terreno al “mal augurio” y damos por “buena” la interpretación que hacemos de los indicios o ponemos encima de la mesa la verdad de nuestra intuición, como amenaza, porque también ahí habrá un posible trasvase de votos. Y esto nos define como “pacientes” receptores de los males que nos aquejarán por siempre.

Y como el marcador no se mueve, cambiamos al portero y el  reemplazo lleva escrito en su camiseta “No olvidar significa mantener el status quo”, con lo que hacemos un llamado de atención para que no se levante mucho polvo y hacemos lo posible por parar los balones que llevan una trayectoria de progresismo, superación o  legitimidad del propio olvido.

Al final, se gana o se pierde, pero se ha luchado con el empuje de la plátina, aunque algunos lo pretendan transformar en una pletina para seguir escuchando los ecos del pasado, pero si somos ese público que aplaude los cambios tendremos, siempre, que conformarnos con los marcadores.

De todos modos, el éxito seguirá siendo –lamentablemente- del banquillo.