Vivimos a plenitud todas las
festividades señaladas en los meses precedentes y pareciese que llegamos sin
fuerzas al nacimiento de una nueva esperanza, la que nos mueve a seguir siendo
y estando entre los demás.
A veces, queremos acompañar
nuestro olvido con pasteles y turrón, pero el vacío se llena de abrazos y voces
cálidas que transmiten ese cariño que sólo fabrica el corazón enamorado de
relaciones fraternales, padres-hijos o de pareja, abuelos-nietos,
tíos-sobrinos, entre primos o vecinos, compañeros de trabajo o coterráneos.
Creemos que poner cara de
circunstancia y alma acongojada,
manifestar actitudes solemnes y encender una antorcha en la obscuridad de la
noche de Navidad nos va a hacer más humanos y cercanos, pero la proximidad la da
el trato y la cercanía, los pensamientos dedicados en silencio y los consejos
pedidos a la vida y no transmitidos, porque se solicitaron para no olvidarse de
las circunstancias que separan y las decisiones que comprometen y obligan.
En una canasta de Navidad debiera abrirse un espacio para envolver
unas palabras de agradecimiento y unos abrazos de sinceridad plena, por el
alcance de una confianza que nace del trato diario en una relación entre dos,
así como un hueco para una botella llena de ese elixir que refresca y embriaga
de satisfacción por el respeto cosechado
y la armonía alcanzada.
Se debieran regalar tarjetas
diseñadas por aquellos que se mantienen olvidados y marginados, con tinta de
coraje por lo que les quitamos de reconocimiento y de apoyo por lo que nos
entregaron en nuestra vida cotidiana.
En Navidad debiéramos
despojarnos del cinismo de asomarnos a una tarima para ofrecer lo que nos
sobra, en nombre de un regalo para un no-contactado por el cariño de cuantos
alardeamos de ciudadanos, sin saber que nos debemos -por lo mismo- a una ciudad
de aparentes iguales en un mundo de evidentes desiguales.
Llega la Navidad y seguimos
acumulando más de lo que trajimos al mundo, peleamos por tener más de lo que
alcanzamos en la pubertad, nos enorgullecemos de tener más que el vecino que
enfermó trabajando y no supo aspirar, aunque estuviera cargado de humildad y
seguimos esperanzados en acumular para entregar una herencia cargada de todo
menos de ejemplo y beneplácito, sinceridad y compostura.
Entramos en otra Navidad sin
haber eliminado del diccionario la expresión “Violencia de género” porque no
hemos sido capaces de erradicar actitudes violentas y discriminación por que
hay quien aún hoy día cree que el mundo se parece más a ellos que a los que
piden en las esquinas, a los que lloran en el desierto o los que padecen, sin
haberlo solicitado, un SIDA y fruto de una violación consentida por una
sociedad, de la que todos formamos parte.
Rezamos a un Dios del que
esperamos que nos reconozca nuestra actitud de rodillas y nuestros golpes en el
pecho, aunque despreciemos la buena voluntad de quien se acerca o la crítica de
quien espera que cambiemos, porque pensamos que pertenecen a otra casta y son guerreros de otra
contienda.
Continuamos con la misma
prepotencia y demagogia de antaño, despilfarramos lo mismo al final del año, el
paganismo y la hipocresía se visten con los mismos colores, continúan
celebrándose los mismos eventos de trabajo, en pos de un objetivo que siempre
fue una muerte anunciada y no vacilamos en dudar de todo lo que no me va a
generar algún interés, manipulamos los discursos a costa de mantener
dependiente el alma de gente esperanzada en la nada y no nos damos cuenta que
ya entramos en la siguiente Navidad.
Se tira comida y tenemos la
osadía de pensar en quien pasa hambre, despilfarramos tiempo y nos sentimos
afortunados celebrando con aplausos la caravana para un país del tercer mundo,
que agradecería más nuestra presencia comprometida que nuestra oración sin
contenido.
Miramos el dolor y agradecemos
por estar vivos, escuchamos el lamento y seguimos pendientes de la prima de
riesgo, siguen pasando los días y aún no he leído un periódico que resalte lo
que pasó a un desconocido o un noticiero que sólo relate la vida misma, aunque
no sea noticia para muchos, porque se pierde audiencia y no se aplaude
indirectamente al corrupto o se premia al ladrón con un minuto del tiempo de
los demás.
Somos globales, todos lo
decimos, pero seguimos bailando en nuestro propio terreno, viajamos para
disfrutar de vacaciones y lloramos porque tenemos miedo, pero nunca
reflexionamos sobre el terror de los demás ni somos capaces de sacrificar unos
días de asueto para compartir con quien no dispone de nada.
Aún hoy nos alejamos de las
mascotas desprotegidas tras los barrotes de una jaula, como escaparates de moda
y en lugar de protestar por su estilo de vida compramos una y dejamos el resto
en su hábitat de reclusión y pena. Incluso miramos al lado opuesto, con el propósito
de no involucrarnos, cuando vemos maltrato o humillación, arrebatos de locura
contra la dignidad del ser humano y callamos por dentro, a la espera de que un
jabato arriesgue su vida por la víctima que reclama un segundo de apoyo anónimo.
Seguimos educando nuevas vidas
con mensajes de la llegada de Jesús, pero impresiona que no se pisa mucho la
calle porque pareciese que nunca hubiésemos
tomado una copa con el harapiento y nunca nos inmiscuimos entre las diferencias
notables que estamos colocando –arbitrariamente- entre los que viven en el
mundo del banco malo y los que esperan alcanzar, algún día, un verdadero banco
bueno.
Repetimos las miserias y no
nos acordamos de las bondades, pintorreamos la vida de color gris porque
siempre hay nubarrones de odio, aislamiento, marginación y olvido, desastres
naturales y distanciamientos, pero vamos a entrar en Navidad y aún no se ven
colores de tonos claros porque quizás no haya quien aún vea esperanza en este
mundo de cinco barcos, cargados de tripulantes, que no pueden navegar en el
mismo mar sino a costa de cañonazos, piratería, desembarcos, amarres y banderas
que separan.
Estamos llegando a Navidad y
no despertamos porque dormimos con la verdad con la que nos arropamos,
olvidamos que somos de carne y hueso para sentir y temblar, pensando que la
vida nos hizo duros como el hormigón, rellenos de hierros fríos y verticales,
sin espacio para la comprensión ni la solidaridad. Lamentablemente, llegamos a
Navidad sin esperanzas de cambio ni de mensaje, con el mismo ser que cuando
arrancamos el año y sin haber aprendido de las voces que claman, escuchando lo
que nos apetece y acostumbrándonos a seguir ganando el pan con el sudor del de
enfrente.
Nos acostamos con callos en
las manos por los golpes repartidos, con dudas razonables por las actitudes
indeseables derramadas con nuestros cercanos y con las mismas cuentas bancarias
cargadas de intereses de lo que quedamos debiendo al mundo y a los nuestros,
cargados de proyectos rotos porque los diseñamos con envidia y afán de superar
al otro por orgullo y no por humildad. Espero, en esta Navidad, que Jesús no se
despierte en su cuna porque esté molesto con nosotros y que llorase sin
consuelo porque quizás no sea este el mundo al que tenía que haber llegado.
Sin embargo, espero que a
partir de esta lección de vida aprendamos a cambiar nuestro ropaje y nos
vistamos de más franqueza y menos apariencia, más despertar y menos
somnolencia, más verdad y menos carisma, más comprensión y menos orgullo, más
entrega y menos envidia, más respeto y menos prepotencia, más hermanos de riesgo
y menos prima de riesgo, más renuncias y menos opulencia, más solidaridad y
menos individualismo, más franqueza y menos manipulación, más pureza y menos
relleno, más sociedad y menos intereses, más visibilidad y menos globalidad.
Que Dios reparta ilusión,
iluminación e inteligencia a todos por igual, para seguir esperanzados en un
mundo mejor, para aprender a iluminar el cambio que todos necesitamos, desde
nuestro esfuerzo personal y con la inteligencia de saber que somos animales
racionales para buscar la comprensión y el apoyo, no la delimitación de
terrenos y la voracidad de animales salvajes.
Por Navidad, en esta Navidad,
quisiera vivir un día sin pronunciar las palabras “oportunismo”, “violencia”,
“accidente” y “manipulación”, que no hubiese ningún acto que conllevase estos
apelativos y que nos olvidemos del cinismo de conjugar el verbo amar en
indicativo (yo amo, tú amas, el ama, nosotros amamos, vosotros amáis, ellos
aman), y aprendamos a conjugarlo en condicional, soñando qué pasaría en este mundo si (yo amara, tú
amaras, él amara, nosotros amásemos, vosotros amáseis o ellos amaran), siempre
de verdad.
Vuestro amigo, que nunca os falla.
JUAN