lunes, 24 de abril de 2017

NO ME LO PUEDO CREER

No me puedo creer que la mañana no tenga amanecer, porque dejaríamos de frotarnos las manos y las palabras dejarían de estar congeladas, atrapadas por el vaho de nuestro aliento.

No me puedo creer que las personas se vayan sin anunciarlo, porque podríamos aprovechar mejor los momentos y aprender más de la vida misma.

No me puedo creer que todos seamos iguales, porque perderíamos la gran oportunidad de aprender del otro lo mucho que necesitamos integrar cada día.

No me puedo creer que vivamos para repetir siempre la historia, porque el afán siempre debiera ser re-descubrir la esencia de los momentos y hallar dentro de ti lo que no es monótono.

No me puedo creer que el mar quepa en un sueño de verano, porque se revive la ilusión de nadar a contra-corriente y dejarte llevar por el oleaje, flotar ante la adversidad y enfrentar la inmensidad; todo lo que quisiéramos hacer cuando estamos despiertos.

No me puedo creer que podemos estar cien días sin pensar y sólo un día sin comer, porque el alimento no está en el pollo sino en la reflexión y la esperanza siempre estará en lo que descubras y no en lo que ingieras.

No me puedo creer que el amor no necesita de nadie más porque alguien ha descubierto cómo enamorarte de tu sombra narcisista y así crees que puedes llegar a comprender los misterios de un diálogo sin miradas.

No me puedo creer que la playa se esté derramando, porque el mundo se ha inclinado a favor de las desigualdades y la ironía del poder, inundando de diferencias cualquier calle del planeta.

No me puedo creer que los niños hablen antes de gatear, porque necesiten decir dónde están antes de corretear sus ilusiones, mucho antes de que se vicien por correcciones o castigos.

No me puedo creer que a nadie le preocupe estar en silencio porque hayamos aprendido a leer los gestos antes que a escuchar lo mismo de siempre, que nos comuniquemos con silbidos y que los idiomas se resumen en sentarse a descubrir lo que el otro alberga en su alma solitaria.

No me puedo creer que ya sobren los bolsillos, porque terminaron convirtiéndose en bancos malos y guantes buenos, escondites malvados y termómetros de nuestros deseos.

No me puedo creer que ahora podamos llevarnos nuestra casa a donde nos desplacemos, para no pagar uso de suelo ni mantenernos aferrados al suelo que nos sostiene y así conocer el mundo como el caracol.

No me puedo creer que ya nadie llore, porque hemos aprendido a llamarnos para rellenar necesidades y no para levantar dudas.

No me puedo creer que ahora nadie gobierne porque todos somos gobernantes gobernados, sin presumir cuando gobernamos y aceptando cuando somos gobernados.

No me puedo creer que la mentira desapareció del diccionario, porque se usaba mucho por haberla aceptado universalmente y no porque el embuste hubiese llegado de incógnito a nuestra vida.

No me puedo creer que desaparecieran las loterías porque la suerte es de pisar este mundo como trovador y cantarnos lo que ven nuestros ojos, tan verdadero como real.

No me puedo creer que ya mismo los abortos no serán posible si el feto no lo quiere y que le exija a la madre que le cuide tal y como se ha formado, porque tiene el mismo derecho que los demás que ya vinieron al mundo antes que él o ella.

No me puedo creer que nadie se sienta discriminado porque hemos llegado a aceptar a los demás con el mismo deseo con el que nos hemos sentido aceptados por el otro.

No me puedo creer que ya no hay estudios sino proyectos, que la escuela se explica en los parques y que la universidad examina en el campo de todos.

No me puedo creer que el infarto haya desaparecido porque ya no se encuentra el dolor en las tiendas y no hay cómo intoxicarse con una dieta rica en dolor al comprar un cuarto kilo de problemas tontos. 

No me puedo creer que al vecino se le está llamando amigo y al amigo compañero, que el compañero es quien acompaña y que la compañía siga siendo tan necesaria como oportuna.

No me puedo creer que haya quien lea esto y no grite porque encuentre locura en un renglón o desencanto en el cambio programado, angustia en  los anocheceres pálidos o interrogantes en el agua que ya no le lavará jamás.

No me puedo creer que sigamos siendo lo que somos y no deseemos ser lo que debamos seguir siendo.

Tu amigo, que nunca te falla


JUAN



domingo, 9 de abril de 2017

LA SEMANA SANTA ES ALGO MUCHO MÁS SENCILLO


Me preocupo cuando veo la Semana Santa cargada de vacaciones planificadas y visitas a los grandes almacenes para comprar el mejor atuendo, ese que crees que combina con la peregrinación y los días de asueto, pero que en el fondo es una oportunidad de transformarte, en tu aspecto, para entrar con algún cambio en la primavera que ya llegó.

La Semana Santa es una peregrinación, desnudo, por tu recorrido en esta vida, descubriendo las pasiones que has ido atravesando, desconocido y apaleado, cuestionado y castigado, incluso juzgado sin motivo, para caminar con tu cruz por este mundo cargado de sinsentidos.

Me preocupa esa Semana Santa de palcos y tronos, palios y nazarenos, preparados "ad hoc" para resolver el paseo de una figura, abrillantada exteriormente y cargada de joyas y mantos de los que Jesús se despojó siempre, para no distinguirse entre los suyos.

La Semana Santa es sentarse a mirar la pasión injusta que atraviesan muchos seres humanos por condición social o religiosa, económica o personal, arrastrando taras o estigmas que los significan y distinguen, pero que al mismo tiempo los señalan y resaltan con alguna corona de espinas.

Me preocupo por la Semana Santa de vacaciones y descanso, la de madrugadas de cánticos con corazones ennegrecidos por el odio y la de atardeceres cargados de pasos y ruidos, en el silencio de quienes han perdido la fe por la falta de oportunidades.

La Semana Santa es una verdad "sin esquinas" porque se manifiesta en la procesión que todos llevamos dentro, ese camino que tenemos que hacer para que la paz vuelva a nuestras vidas, en la libertad de seres humanos "a la sombra".

Me preocupa la Semana Santa que da limosnas para adquirir el grado de "samaritano" sin preocuparse de las necesidades reales de los demás, la de los status y las campanadas, porque cada toque es una orden para seguir caminando.

La Semana Santa es la libertad de reflexión, cada cual en la calle que prefiera de su vida, sólo o acompañado, sin maquillajes ni claro-obscuros, porque en nuestro interior siempre llevamos el duelo y el trono, cargamos la pesada cruz de las incomprensiones o la indiferencia, el rencor o el castigo.

Me preocupo por una Semana Santa de visitas, para alegrarse con adornos y ornamentos, deslumbrarse con lo mágico de las voces y los golpeteos de los tambores, ahondando en una cultura y una religiosidad popular que no deben quedar en el olvido.

Sin embargo, la Semana Santa se pasa con la saeta de la monotonía y el desencanto, albergando dudas y prejuicios, ajeno a las vivencias de los demás y olvidándose de compartir caminos que debieran conducir a algún rincón, dibujando los momentos con hambre y abandono.

Me preocupa la Semana Santa de golpes en el pecho y alabanzas, porque no se escuchan con el mismo brío durante el resto del año, asistiendo a los oficios como un miembro destacado de la Iglesia más necesaria.

La Semana Santa, por el contrario, es una caminata a nuestro interior, para descubrirnos en nuestra propia pasión, en nuestro reencuentro y castigo, porque precisamos seguir siendo los mismos pero con una visión del mundo que incluya a todos quienes pasan la Semana Santa muchas veces cada año, porque el destino, las circunstancias, el desalojo, la indiferencia y el yugo le ordenan y mandan una pasión tan incómoda como injusta.

La Semana Santa es un modo de hablar de nuestros proyectos y reformarlos, de sufrirlos callados y disfrutarlos en peregrinación, porque todos venimos del mismo vientre y llegaremos al mismo suelo.

Tu amigo, que nunca te falla


JUAN 

sábado, 8 de abril de 2017

¿POR QUÉ NO TIENE ACERAS TU VIDA?

     





¿Por qué no tiene aceras tu vida?


(Artículo publicado por mí en el Diario "La Hora", de Loja, el 1 de abril del año en curso)



Somos, o al menos deberíamos considerar esta posibilidad, calles en un mundo convulso, pensando que tenemos libertad para utilizar la carretera a la velocidad que dispongamos y, por eso, tenemos accidentes y nos equivocamos con frecuencia. 

No nos acompañamos de la prudencia antes de tomar decisiones y chocamos por la premura que imprimimos a nuestros actos, sin darles tiempo para que sepan responder al ritmo en que se presentan los acontecimientos. Esto se refleja en las opiniones y los comentarios, las decisiones y los compromisos.

     
Las prisas son una constante en nuestras vidas, sin darle oportunidad a la reflexión profunda, la que acompaña siempre a una caminata por la acera, donde disminuye el riego de tener accidentes, protegido por la calma de los pasos y pudiendo caminar en ambos sentidos, acorde a tus principios y valores, apetencias y vínculos, objetivos o necesidades, rumbo o destino.

     
Al caminar podemos pensar y planificar, sentirnos acompañados y acompañar, mirar y respirar, proyectar y sentir, que es lo que necesitamos como seres humanos en libertad, porque la carretera nos obliga a temer y correr, cuidando lo que podemos perder en cualquier sobresalto.

     
Mira la calle desde tu ventana y siente la necesidad de caminar, paso a paso, por la acera de tu vida, la que te dará la oportunidad de pasar debajo de las ventanas y cerca de los portones, donde la gente se asoma para saludar y compartir. Aléjate de la carretera, donde la velocidad y no el buen tino, te ponen siempre a riesgo.

La vida abre y construye aceras para quien quiere reflexionar y también dispone carreteras para quien desea el riesgo y la aventura, tan precipitadas como inoportunas en una vida que tiende a ser compartida y viva.




      ¿Por qué no tiene aceras tu vida?