La vida es un supermercado,
porque salimos cada mañana a hacer la compra y regresamos con productos de
oportunidad, con una reforma del menú
que diseñamos “a bote pronto” y habiendo gastado más de lo que teníamos
previsto.
Y todo porque necesitábamos airear nuestros complejos, saltando
nuestro olfato de puesto en puesto, como necesitamos relacionarnos para integrar algo fresco y sabroso, estando siempre dispuesto a meter en la cesta de nuestra predisposición todas las oportunidades que nos ofrecen los demás, siempre de carne y hueso.
Pensamos que vamos a
desarrollar lo que le prometimos al espejo y las circunstancias son las que
luego mandan, reordenando nuestras actitudes de acuerdo a las necesidades de
los demás y nos construimos en facetas tan diferentes que en nada se parecen a
las que esperábamos, gastando más energía de la que teníamos almacenada porque
no era nuestra intención ofertar apoyo sino pasear nuestros complejos
escondidos.
Compramos cebolla y nos ponemos
a llorar, conseguimos zanahorias porque son adecuadas para el déficit visual
que nos diagnosticó el médico, echamos en la cesta limones porque da gusto al
pescado y no faltan los tomates y la lechuga porque tiene la fibra necesaria
para aliviar nuestro estreñimiento, descubrimos la manzana para rellenar los
ratos libres y nunca faltará un mango para acelerar los latidos de nuestro
corazón.
Con la falta que nos hace cada alimento para endulzar y picar nuestras actitudes, para sazonar y salar nuestros misterios, aromatizar nuestras verdades con hierbas aromáticas y mezclar nuestras ambiciones con el toque más selecto.
Saludamos por la calle para que
los demás se percaten que salimos a la misma calle, nos perfumamos para que
nadie olvide nuestra estela y puedan iniciar una conversación hablando de
nosotros, visitamos lugares públicos porque es donde vamos a encontrar mayores
oportunidades de relación y compramos el periódico para dar una impresión de
ser humano culto, escondiéndolo bajo la axila para que las noticias sigan
siendo calientes y nos abanicamos con las notas deportivas si el calor nos
abruma.
Cuando destapamos la cesta
encontramos mucho de lo que no importa tanto y poco de lo que sustenta un
primer plato, como cuando reflexionamos en la noche y descubrimos que dimos
muchos pasos pero pocos de los que dejaron huella en la vida de los demás.
Ahí vemos que hay pollo de color blanco, porque no es el que buscábamos, carne que no se deja pellizcar, grano que ya acumula gases en la cesta, leche que sube el colesterol y pescado blanco que no pareciese tener buena salud.
Y por eso, al cocinar siempre nos faltaron
ingredientes que debemos salir a comprar, porque si no el gusto de la sopa sería rancio y soso, al postre le faltaría algo de consistencia y el segundo disfruta de unas papas que no tienen sabor a verdad.
Por ello nos resignamos y salimos apresurados con las cosas más claras y el plato mejor definido, precisando la cantidad necesaria y con necesidad de observar lo que adquirimos porque no queremos perder más tiempo en la mañana.
Asimismo, en la vida del día a día necesitamos salir a perdonar
porque el olvido mata las relaciones y robamos a la calle las miradas que
dejamos lanzando al vacío, para que no siga flotando nuestro carácter amargo y
distante y alguien pueda comprarlo, metiéndole gato por liebre.
Cuando terminamos de comer
seguimos con hambre y la indigestión nos recuerda que no tuvimos cuidado en la
selección de los alimentos. De igual manera, los encuentros desaprovechados y
los roces interesados se nos pueden indigestar y dejarnos un mal recuerdo.
Aprendemos tan poco de la calle por creer que nosotros somos los protagonistas, como esos alimentos que lucen bien sólo en una posición y en un estante del supermercado, pues al cambiarlos de altura y posición pierden el encanto.
Tu amigo Juan, que nunca te
falla, quiere recomendarte que hagas una buena lista para el supermercado y
salgas a la calle sabiendo lo que puedes y debes hacer, sólo así tendrá éxito
el menú.
Un abrazo.
Juan