domingo, 29 de diciembre de 2013

¿SE HACE INVENTARIO EN EL CIELO?

A veces me pregunto si todo lo que llega al cielo tendrá su sitio ya predeterminado, pues desconozco dónde estará la alacena de los pecados o el baúl de los recuerdos vividos, si habrá un rincón para que se acumule el polvo o si se seguirán haciendo tres comidas allá arriba, o allá abajo, pues es difícil ubicar si a donde llegaremos algún día está sobre nuestra cabeza o bajo nuestros pies.

Debe ser un espacio finito y debería tener capacidad para distenderse y ampliarse automáticamente, donde los pedidos, nuestra vida después de la muerte, los pecados y los milagros, los inocentes y las almas vagabundas ya han reservado previamente. 

Me imagino un cielo donde se esté sobrepasando el cálculo realizado para albergar y sostener una población en continuo crecimiento, alterando la capacidad de cálculo de un stock vigente por parte de cualquier administrador y, por eso, me imagino que debiera existir un inventario.

Pienso en un niño con una muerte inesperada que no tenga su cuarto bien arreglado o una mujer violentada que no disponga de una caja fuerte con más cariño disponible del que tuvo aquí en la tierra, de un familiar que se nos fue y busca a sus padres, sin posibilidad de ampliar su chalet cerca de un lago del cielo, de un piropo con segundas intenciones que precisó ser reciclado y no se le dio mantenimiento a la máquina de deshacer lo inservible y oportunista.

Es complejo imaginarse cajones y estantes para guardar con etiquetas y anaqueles para tener disponibilidad, pues debe haber personas con un corazón de artistas o escritores famosos que se deben necesitar para seguir educando en el cielo, para representar obras de las que no se aprendió aquí abajo o un edificio de juguetes para que disfruten los que viven allá arriba desde su primera infancia, sin tiempo para jugar entre nosotros.

No sé el momento en el que se deben cerrar las puertas del cielo para llevar a cabo un inventario -tal y como lo conocemos-, anotando el número de hombres y mujeres, víctimas y sufridores, personas libres o reos, identidad sexual conocida o con dificultades para encasillarlos, defensores de los derechos o malhechores de los principios de los demás, reconocidos sin razón y aplaudidos sin merecimiento alguno, personas con suerte y abandonados, necesitados y sobrados, dominantes y dominados.

Sería interesante tener un conteo de todo lo que existe en el cielo y saber si debemos acumular algo de lo que falte para llevarlo con nosotros y así estaríamos contribuyendo al bienestar de los que nos miran y descansan, algunos de golpes y otros de menosprecio, en ciertos casos de injurias y habrá quienes estén faltos de besos y caricias, de abrazos y de buenas noches.

Debe haber un momento, cada año, en que se haga un balance de todo lo que tenemos disponible a nuestra llegada y de los inquilinos del cielo, de los buenos y los malos, los callados y los manipuladores, los críticos y los sinceros, los pecadores y los creyentes, porque aquí tenemos una idea del porcentaje que debe existir, al relacionar unos con otros, porque al fin y al cabo el cielo es un reflejo fiel de lo que vivimos aquí y de los que viven entre nosotros.

No podemos esperar mensajes de quienes los hayan utilizado para usufructuar y no se hubiesen arrepentido, ni carceleros de cuerpos bondadosos que no supieron respetar que hayan aprendido a hablar en voz baja, feroces manipuladores de conductas y verdades, huérfanos de aplausos, que no estén en la universidad de la obediencia, porque también debe haber universidades con matrícula obligatoria para cada cuál.

Digo esto porque a cada visitante del cielo se le debe elaborar un perfil a su llegada y se le debe ubicar en las plataformas que deba atravesar para que compense los pesados condicionantes que mantuvo aquí abajo y así debe haber universidades de la risa para quienes vivieron en continua amargura y universidades de la bailoterapia para quienes nunca caminaron, universidades de la reflexión para los que tuvieron oportunidades de servir y las convirtieron en ataduras para seres humanos serviles y dependientes, universidad de las manos limpias para los que acribillaron y mataron, asesinaron y actuaron de cómplices.

No puedo pensar que en el cielo esté todo alborotado, sin secretarias ni bodegueros, porque a pesar de que haya un espacio virtual donde todo esté computarizado y sea fácil asignarlo, debemos estudiar la realidad y purgarla si no se han alcanzado algunos objetivos, pues no debe haber beneplácito si se esperaba que todos los niños arrinconados por las guerras y la pederastia tuviesen oportunidades de crecer en libertad o que mujeres víctimas de violencia de género encontrasen la felicidad de una pareja a su imagen y semejanza.

 Yo tengo la necesidad de saber qué hay en el cielo y cómo está evolucionando, pero para eso necesito tener claro si hay inventario en el cielo y propondría que fuese abierto al conocimiento general, esperando que algunas madres se alegrasen de la re conversión de sus hijos o que algunos hijos disfrutaran con la alegría de sus madres, en el grupo de mujeres realizadas y felices.

Quisiera que en el primer año de universidad se completase la asignatura de "INVENTARIO DEL CIELO", para que todo profesional sepa a dónde se llega y cómo se vive, antes de que injurie y amenace, que un cuidador de personas mayores del futuro aprenda a tratarlos mejor y que un cura de mensajes que salgan del alma, sin medias tintas políticas, que un profesor enseñe matemáticas y literatura del cielo y para el cielo, porque son asignaturas pendientes en un mundo de desiguales.

Quisiera que algún niño, en su infancia más temprana, escriba algún día una muestra donde se lea "MI PAPÁ ME HA HABLADO DEL INVENTARIO DEL CIELO", porque ese niño ya sabrá qué debe cultivar aquí abajo para que sigamos pensando en mejorar la calidad de vida de los que hay allá arriba y que desde arriba luchen por tener el mejor inventario, para que nos sigamos sintiendo orgullosos de quienes ya se adelantaron en subir al cielo.

Vuestro amigo, que nunca os falla.



JUAN

jueves, 26 de diciembre de 2013

EL CUENTO QUE YA LLEGA A SU FIN

Terminamos el día con la alegría que lo comenzamos y nos fuimos a descansar al albergue, porque era nuestra última noche, temerosos de que tuviésemos que alquilar un cuarto en mitad del parque. De todos modos, la esperanza de seguir unidos nos da fuerzas y coraje, pues no hay mayor fortaleza que la que logramos alcanzar uniendo nuestras manos.

Todos rezamos alrededor de la única cama que ocupamos y cada uno formulaba una alternativa, la que los demás discutíamos y entre todos proponíamos la prioridad que mejor se acomodara a nuestra propia realidad.

Hay muchos momentos de verdad en una mirada, porque está dibujada con colores de pesar y amarguras, respuestas y preguntas, pero al mismo tiempo es un estímulo que quema y abriga, señala y alimenta almas adormitadas con la monotonía y el quemeimportismo. 

De repente, me miré en un espejo y salté de emoción, porque detrás de mí veía entrar a los camarógrafos y reporteros, con luces y altavoces, pero me estremecí cuando pronunciaron el nombre de mis padres, porque los dos firmaron al dejar a aquel niño en la televisión.

Recuerdo que las intenciones de la familia fue ayudar a un reencuentro, aunque después de un rato comprendí que aquel gesto desinteresado estaba abriendo las puertas a toda mi familia. Nos subieron a un autobús y nos condujeron a un hotel, donde nos pagaron la estadía hasta que nos buscaron un trabajo y nos pudimos trasladar a una casa que tenía un poco de todo.

Aprendí a bañarme en la piscina en la mañana temprano y a dar órdenes a los empleados, a cuestionar todo lo que se hacía, de buena o mala gana, a no hacer nada, a vivir observando y a dormir sin aparentes problemas, a no disfrutar del vuelo de los mosquitos y a no oler a orina, a comer y desperdiciar, a ver las noticias y a dejar de hablar entre nosotros.

Por eso mismo, sin miedo a la calle y sus entrañas, me escapé de aquella casa y salí a la calle, rememorando la vida de vagabundo y queriendo visitar mi vieja casa, de la que nos despojaron sin compasión y vi un cartel que decía "se vende".

Corrí y le dije a mi familia que podemos agradecer a la familia que nos acogió que preferíamos trasladarnos a nuestra casa de siempre y agradecerles por el gesto de la casa brillante y grande, pero que necesitábamos luchar para que nunca más nos desahuciaran, porque ningún ser humano se merece eso sin antes haberle dado una oportunidad para superar las dificultades y que quisiera salir un día de ahí para visitar el albergue y el parque, a ver si caminando por las calles y cogidos de la mano, volvemos a recuperar el encanto familiar de antaño.

Nada ocurre porque sí, todo tiene un sentido, pero depende de nosotros adaptarnos y re-enfocar nuestros pasos o regresar a nuestras huellas, hablándoles de nuestros pesares y siempre conseguiremos seguir haciendo camino al andar.

Vuestro amigo, que nunca os falla.


JUAN

domingo, 22 de diciembre de 2013

EL CUENTO QUE PUEDE TENER UN FIN

Comimos y disfrutamos, agradeciendo lo que he aprendido de la gente que antes ignoraba, porque tiene tantas experiencias acumuladas que da gusto escucharles atentamente; son algo así como un libro abierto y ahí puedes mirarte e identificar tus propias vergüenzas y ambiciones.

A la mañana siguiente salimos en grupo, como debieran salir las familias, pues normalmente el esposo o el novio van delante, corriendo antes de que se acabe la calle, la esposa o la novia va a su ritmo o le deja a su aire y conversa con quienes quieren seguir su paso, los niños van a los laterales, escuchando lo que dicen otros y no la supuesta conversación de los padres, enfadados porque algo no les salió bien y las caras largas van retratándose en la calle.

Llegamos a algún lugar y nos reunimos, abrazados, porque queremos ver a un payaso que interpretaba en plena calle y eligió a mi papá para burlarse de él, como lo mandaba el guión, pero conocí al papá payaso que siempre quise tener y disfruté como nunca, provocándome un arrebato de locura que me impulsó a abrazarlo y a perdonarle todo, porque me había hecho reír a mí y a todos. Ese era mi papá.

Es ilógico, pero cierto, que encontremos una verdad desconocida en plena calle, cuando huimos de la calle para refugiarnos en la seguridad del hogar. Creo que la calle va a ser mi verdadero hogar, porque tengo el calor de unos padres que en la calle pasan abrazados, después de una actuación como esta, mientras que en la casa pasan distantes y enojados.

Quería que no terminase el día, pero ya estaba llegando el almuerzo y a lo lejos había una señora que vendía pollos, pero el olor no era muy agradable y mi madre se acercó sigilosamente y le dijo que le pusiese laurel y cerveza, que el fuego y un poco de movimiento se encargarían del resto y así fue, pues enseguida se llenaron las mesas y, cuando íbamos caminando unos metros más allá del puesto nos llamaban para invitarnos para el segundo pollo que había salido, porque el primero fue un verdadero éxito.

Tantos pollos que hemos comprado en el mercado o en la tienda de la esquina y sólo aquel que fue a cambio de un consejo culinario supo mejor que ninguno. Lo fácil que es comer en la calle si eres solidario, lo que se necesita cuando tienes asegurado el sustento y no necesitas agudizar el ingenio ni estar tan cerca de los demás.

Nos sentamos a descansar y un ladronzuelo quiso quitarnos una maletita de ropa y le dije: Si es para arroparte, porque tengas frío, coge algo, pero si es para robarla en la noche te voy a ver en el refugio, a donde llegamos todos, más tarde o más temprano, y ahí te voy a señalar y tampoco vas a tener cobijo en esta noche de frío, tú sabrás lo que haces.

Al instante me devolvió la maleta y le dije que se portara mejor con los demás, porque eso es lo que va a recibir en el futuro y me pidió algo de pan y fuí a comprarlo con una moneda que había encontrado en la calle, porque en la calle de la familia hay de todo.

Encontramos a un recién nacido llorando en una esquina y mi madre, que recién había dado a luz, le brindó leche calentita de su seno y el niño sonrrió, creo que no sabía cómo darle un beso a mi madre y yo le dije que se lo daría por él. Lo llevamos a la televisión, a donde siempre reclaman a personas desaparecidas, indicándoles dónde lo habíamos encontrado y nos pidieron nuestra dirección y mi madre le dijo que no hay que decir de dónde se viene sino a dónde se va, pero que no lo hacemos por dinero ni por algún interés sino porque es Navidad.

La cantidad de mensajes que podemos recibir de una familia de desahuciados y luego lloramos al verles por la calle, cuando deberíamos agradecer al cielo que nos acompañen en nuestros silencios y nuestra ignorancia, porque la calle de una familia es un capítulo -muy largo- de la escuela de la vida.

Vuestro amigo, que nunca os falla.

JUAN

miércoles, 18 de diciembre de 2013

EL CUENTO QUE NO TIENE FIN

Un día salió un hombre de su casa y se fue caminando a buscar trabajo, pues el desempleo había llamado a su puerta y cuando regresó, cabizbajo y aturdido, ya no tenía puerta porque había sido desahuciado; la familia lloraba y la gente amontonada pretendía defender la  falta de energía de toda una familia, acongojada por el pesar y la desdicha de quienes ya habían perdido hasta la última gota de esperanza.

Terminó la actuación judicial y me fui corriendo a la escuela para recoger a mis hijos, antes de que llegasen y encontrasen a una multitud a la puerta de la casa, pero al llegar me lo encuentro sentado y aburrido, porque tenía el presentimiento que le habían robado su cuarto y eso era tan verdad como que por poco me desmayo de desilusión e iras contra la vida que tanto atormenta.

Me arrodillé y le dije que no sufra por lo que pasa sino que deje pasar lo más difícil para no sufrir, que se alegre porque nos queda la unión que siempre respetamos y que siempre tendrá quien le acompañe a jugar en el parque y que nunca le va a faltar una cocinera como su madre ni un juguete como su hermano pequeño.

Íbamos caminando y observamos cómo tiritaba de frío un indigente, en la víspera de Navidad, cuando pensaba que algún secretario del cielo no permitiría esas escenas en este mundo tan desigual, por lo que le dejé mi chaqueta, la última que me quedaba y mi hijo quiso dejarme su abrigo; sólo por eso mereció la pena haber atravesado la laguna de adversidades en la mañana y haberme sentido indignado.

Tomamos el autobús y un niño canta para que le regalen unas monedas, pero mi papá dijo que no hay que regalar sino ofrecer y le dijimos que fuese en Navidad a un lugar donde íbamos a estar la familia, porque ya no teníamos casa y compartiríamos la cena de mi madre, con lo que poco que pudiésemos reunir y nos fuimos contentos porque en la miseria más redonda teníamos también invitados.

Al llegar todos corrimos a abrazarnos, como casi nunca lo hicimos, porque la necesidad generó desesperación, la falta de argumentos frente a lo ocurrido era el impulso para querer salir de la desgracia corriendo y, en ese momento, el semáforo se puso en verde y estuvimos a punto de quedar atrapados en medio de la calle; en ese instante, a mi padre se le ocurrió hacer señales para dejar indicando que estaba dirigiendo el tráfico y de desahuciado pasó a ser policía de tráfico y lo hacía muy bien.

Eso es sentirse orgulloso de un desahuciado, porque con el ingenio se vencen adversidades y se confunde a la gente, pero necesitábamos saber qué hacer y mi madre dirigía a los coches que querían aparcarse en un rincón de la calle y nos daban unas monedas, mientras más agradecíamos recogíamos más y yo me puse a limpiar los limpia-parabrisas y mientras, mi hermano menor lloraba de frío.

Llegó la hora de regresar a algún lado y nos marchamos de allí, señalando la calle para regresar al día siguiente, pero felices por haber emprendido una tarea común, entre todos. Entramos a un restaurante barato donde se servía comida de casa y el olfato de mi madre no se equivocó.

Comimos como desesperados, queriendo dar ejemplo a otros desahuciados para que no se hundan y permitan que cualquier verdugo se alegre de la insensatez del clima, arreciando sobre personas despojadas de todo, porque nos quedó, después de pagar el manjar que degustamos y devoramos, hasta para comprar un paraguas y nos fuimos a un albergue.

Al llegar nos encontramos al niño cantor del autobús, porque estaba preparando una cena con su familia y entonces le pedí su permiso para trabajar juntos, con el propósito de que nuestras familias se sintieran unidas, más aún que cuando teníamos casa y techo, pero desconocíamos el corazón de los demás.

Y ahí me hago la pregunta ¿será necesario ser vilipendiado y humillado para descubrir en los demás el misterio de la solidaridad?.

Este cuento continuará.

Tu amigo, que nunca te falla.


JUAN

miércoles, 11 de diciembre de 2013

COMPRO MOMENTOS ROTOS

Nunca he encontrado a alguien que vaya por ahí "comprando momentos rotos", porque no se parecen a los momentos "nuevos", a esos minutos a los que nos enfrentamos por primera vez y vivimos con la integridad de reconocer que nos pertenecen y que podemos jugar con ellos a nuestro antojo.

Un "momento roto" es un espacio en el tiempo pasado, que ya usaste según tus convicciones, sin haber pedido consejo, sin encontrar un soporte para superarlo con creces, que te dejó alguna huella que te va a marcar por siempre y en el que siempre vas a pensar porque fuiste capaz de destruir la magia con la que se te acercó para que lo aprovecharas.

Los momentos se rompen porque nos creemos dueños de las manecillas del reloj y dejamos que sigan corriendo sin observar con detalle su caminar constante, mirando siempre hacia el suelo porque pensamos que solo puede haber secretos escondidos y maravillas por descubrir en nuestra sombra y nuestras huellas, ensimismados con nuestros pensamientos y ajenos a las influencias de la vida.

Un momento se rompe cuando desatamos una actitud incoherente, sin relación con la luz que nos ilumina o cerramos los ojos y nos alejamos del instante cuando este sigue intentando atraparnos porque nos tiene guardada una sorpresa.

Aprovechar el momento implica vivir preocupándonos de ser cada día más integrales y cercanos, predispuestos a estar con algo más que con nosotros mismos y dispuestos a empaparnos de esa verdad que nos ronda, en las palabras que compartimos, las miradas que intercambiamos o las escenas de la vida de la calle o del ambiente familiar en cuyo rodaje intervenimos.

Hay momentos rotos en nuestras discrepancias no aceptadas, en el beso que robamos a alguien, en el piropo que nos guardamos, en el aplauso que no quisimos entregar, en el agradecimiento que usurpamos por envidia, en el traje de odio que compramos a nuestro ego, en la prisión en la que arrinconamos una verdad susurrada y no compartida, en la compañía que ignoramos, en la mano alzada que interrumpió nuestra actitud manifiesta, en esas sílabas que fracturaron la confianza, en la ausencia que no supimos llenar, en la expresión de llanto que nos faltó entregar, en la fiesta de la concordia a la que nunca fuimos, en la calle de la humildad que nunca pisamos o en esa tienda de los abrazos donde nunca compramos uno, aunque fuese de segunda mano.

Cuando un momento se rompe surge instantáneamente el afán de auto-defenderte, aunque no tengas defensa disponible ni válida, quieres solucionar el vacío con relleno de escaparate, ese que anuncia lo que tú quieres ver y no se dispone en stock, te amparas en el borrón y cuenta nueva, en espera de nuevos momentos, vírgenes y cargados de retos, aún con la opción de volver a romperlos porque se quieren aprovechar, en beneficio propio, sin pensar en la repercusión de tu presencia, en el alma de tus gestos o el aprendizaje de tu ejemplo por quienes miran y observan, se llenan de expectativa y se rellenan de exclamaciones de amparo incondicional cuando te ven llegar.

Romper un momento es destruir el regalo que te ofrece la vida porque es un libro abierto a la verdad que vas buscando y que puedes encontrarla en ese rincón que te parecía obscuro, en la habitación solitaria y callada, delante de un espejo al que confiesas tus mentiras o ante quien menos te esperabas que te dictara cátedra, en relación a tus actitudes hipócritas y falsamente samaritanas.

Tantos momentos rotos que han acabado con la paciencia y la paz de un ser humano esperanzado, con las ilusiones de niños enamorados, con la entrega de adolescentes adormitados por el efecto del boom hormonal, con la tranquilidad del ocaso del adulto mayor o con la serenidad de una madre en la jornada de cocina, esperanzada en que la ensalada aliñada con tanto cariño sirva para un nuevo momento que nadie rompa jamás.

Por todo esto, quiero comprar momentos rotos con monedas virtuales de consejos, para que aprovechemos al máximo la verdad de la cercanía de un alguien que tiene más valor que una sombra y más presencia que un rayo simple de luz, porque necesitamos dedicar espacios grandes para que se rellenen con oportunidades que iluminen nuestros momentos y los podamos hacer vivenciales para seguir creciendo.

Tengo un taller donde barnizo caracteres irrascibles y doy brillo a palabras mojadas de desencanto, un lugar donde se puede afinar las cuerdas de la mentira y calibrar relojes con campanadas de odio y envidia, un lugar donde se pueda devolver el color a los muebles viejos y el encanto de antaño a la post-modernidad que empalaga y distancia, un cobertizo donde se inyecta gasolina súper, sin plomo y ecológica a quien va por la vida con combustible contaminante que hace daño e intoxica.

Yo te ofrezco comprarte tus momentos rotos, porque quiero devolverlos con vida para que recapacites y reflexiones, te detengas y no involucres a los demás, a quienes comparten tus momentos, en otra ruptura que les va a marcar porque esperaban más de tí y de tus propias actitudes.

Te invito a que seamos capaces de seguir viviendo los momentos como únicos, porque los demás, personas o animales, paisaje o recursos naturales, se merecen miradas y actitudes, gestos y formatos de vida que les alegren los minutos y les devuelvan la esperanza. No rompas más momentos y si tienes alguno roto yo te lo compro.

Tu amigo, que nunca te falla.



JUAN