miércoles, 18 de diciembre de 2013

EL CUENTO QUE NO TIENE FIN

Un día salió un hombre de su casa y se fue caminando a buscar trabajo, pues el desempleo había llamado a su puerta y cuando regresó, cabizbajo y aturdido, ya no tenía puerta porque había sido desahuciado; la familia lloraba y la gente amontonada pretendía defender la  falta de energía de toda una familia, acongojada por el pesar y la desdicha de quienes ya habían perdido hasta la última gota de esperanza.

Terminó la actuación judicial y me fui corriendo a la escuela para recoger a mis hijos, antes de que llegasen y encontrasen a una multitud a la puerta de la casa, pero al llegar me lo encuentro sentado y aburrido, porque tenía el presentimiento que le habían robado su cuarto y eso era tan verdad como que por poco me desmayo de desilusión e iras contra la vida que tanto atormenta.

Me arrodillé y le dije que no sufra por lo que pasa sino que deje pasar lo más difícil para no sufrir, que se alegre porque nos queda la unión que siempre respetamos y que siempre tendrá quien le acompañe a jugar en el parque y que nunca le va a faltar una cocinera como su madre ni un juguete como su hermano pequeño.

Íbamos caminando y observamos cómo tiritaba de frío un indigente, en la víspera de Navidad, cuando pensaba que algún secretario del cielo no permitiría esas escenas en este mundo tan desigual, por lo que le dejé mi chaqueta, la última que me quedaba y mi hijo quiso dejarme su abrigo; sólo por eso mereció la pena haber atravesado la laguna de adversidades en la mañana y haberme sentido indignado.

Tomamos el autobús y un niño canta para que le regalen unas monedas, pero mi papá dijo que no hay que regalar sino ofrecer y le dijimos que fuese en Navidad a un lugar donde íbamos a estar la familia, porque ya no teníamos casa y compartiríamos la cena de mi madre, con lo que poco que pudiésemos reunir y nos fuimos contentos porque en la miseria más redonda teníamos también invitados.

Al llegar todos corrimos a abrazarnos, como casi nunca lo hicimos, porque la necesidad generó desesperación, la falta de argumentos frente a lo ocurrido era el impulso para querer salir de la desgracia corriendo y, en ese momento, el semáforo se puso en verde y estuvimos a punto de quedar atrapados en medio de la calle; en ese instante, a mi padre se le ocurrió hacer señales para dejar indicando que estaba dirigiendo el tráfico y de desahuciado pasó a ser policía de tráfico y lo hacía muy bien.

Eso es sentirse orgulloso de un desahuciado, porque con el ingenio se vencen adversidades y se confunde a la gente, pero necesitábamos saber qué hacer y mi madre dirigía a los coches que querían aparcarse en un rincón de la calle y nos daban unas monedas, mientras más agradecíamos recogíamos más y yo me puse a limpiar los limpia-parabrisas y mientras, mi hermano menor lloraba de frío.

Llegó la hora de regresar a algún lado y nos marchamos de allí, señalando la calle para regresar al día siguiente, pero felices por haber emprendido una tarea común, entre todos. Entramos a un restaurante barato donde se servía comida de casa y el olfato de mi madre no se equivocó.

Comimos como desesperados, queriendo dar ejemplo a otros desahuciados para que no se hundan y permitan que cualquier verdugo se alegre de la insensatez del clima, arreciando sobre personas despojadas de todo, porque nos quedó, después de pagar el manjar que degustamos y devoramos, hasta para comprar un paraguas y nos fuimos a un albergue.

Al llegar nos encontramos al niño cantor del autobús, porque estaba preparando una cena con su familia y entonces le pedí su permiso para trabajar juntos, con el propósito de que nuestras familias se sintieran unidas, más aún que cuando teníamos casa y techo, pero desconocíamos el corazón de los demás.

Y ahí me hago la pregunta ¿será necesario ser vilipendiado y humillado para descubrir en los demás el misterio de la solidaridad?.

Este cuento continuará.

Tu amigo, que nunca te falla.


JUAN

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