jueves, 22 de marzo de 2012

¡QUÉ TAL ABUELO¡

A veces, el diminutivo nos acerca a ese ser humano que pasea con el corazón, duerme con el alma inquieta y sueña que sigue caminando con el afán de seguir estando presente en la vida de los suyos y, con cariño disimulado y entrega aparente, en pocas ocasiones con ese altruísmo tan necesario que regala presencia y amor desmedido a la figura encorvada que está en las raíces de tu propia identidad, marcando espacios definidos hasta en los cromosomas que integran tu cariotipo, le pones la mano en la espalda y llamas su atención susurrándole al oído ¿Qué tal, abuelito-a?

Lamentablemente, en nuestra sociedad moderna, aún encontramos compañeros de viaje, vecinos del mismo barrio y compatriotas que, abusando del despectivo, tratan de violentar la intimidad de un ser octogenario para cuestionarle su parsimonia, su sordera, su inacción o su mirada triste y resignada.

No entiendo la cobardía de recriminar una silla en mitad de un patio porque ahí recibe algunos rayos de sol e interrumpe el recorrido diario de amigos y familiares del salón al jardín. Es inadmisible, asimismo, interrumpir el diálogo con un baúl espiritual que intenta derramar su propia historia de vida, con el arsenal de enseñanzas y moralejas que podríamos extraer al beber ese jugo tan natural.

Todos, al fin y al cabo, pasamos por ese momento en nuestras vidas y sólo vivimos esperando que nuestra estela sea observada y reconocida, aplaudida y no marginada, integrada en nuestro proyecto de vida para que podamos justificar de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos, presumiendo de imagen y semejanza con nuestros abuelos y abuelas.

Estamos hablando de una vida afectada, porque sus sentimientos se comprometen a diario, por momentos de desestructuración familiar, desamparo de los hijos, chaquetas de acogida para refugiados del paro y el desempleo, respondiendo con el alma de la solidaridad y el corazón de luchadores contra viento y marea, la soledad en la que se ve camuflado, porque es un fenómeno social distintivo de una sociedad exclusiva con los mayores, la invisibilidad a la que le sometemos en cada minuto al pasar por su lado y creer que vamos a tropezar con una estatua o una maceta, por el simple hecho de que no nos reconozca, hable muy poco o tiemble para sus adentros sin explicarse por qué ocurrió ni cuándo empezó.

Imprimimos una conciencia de inutilidad social a nuestros abuelos y abuelas, como si al cumplir la edad prometida para entregarle un diploma de reconocimiento lo estuvieramos destinando al subsuelo y allí debiese permanecer arrinconado para evitar molestias, pesares, achaques o quejas superfluas que, al fin y al cabo, son el destello de la luz roja de un semáforo que nos indica que detengamos nuestros cuestionamientos y reflexionemos sobre el aporte que hemos obtenido de ellos y que somos porque ellos dejaron de ser, lo cual nos convierte en deudores permanentes con la vida de nuestros mayores.

Los abuelos arrastran problemas que dejan marcas sensibles en su fenotipo y un agotamiento que destaca huellas indelebles en toda su anatomía, determinando el paso lerdo, un agotamiento para vestirse o desplazarse, recuerdos que se van difuminando y le restan alegría a esa añoranza tan necesaria para la cotidianedidad y el ejercicio real de una superación constante, enfrentando la discriminación y el menosprecio, el arrinconamiento y el olvido.

El nicho proxémico, ese espacio físico o virtual, donde nos sentimos vinculados con un pasado cargado de experiencias que llenaron nuestras ambiciones y construyeron momentos en nuestras vidas, siempre está expuesto para que otros, con sus propias banalidades, acomoden a su antojo macetas, bancas, monumentos, ladrillos, cruces, árboles o pancartas, provocando que la luz no llegue del mismo modo a ese parque donde recuerda a la esposa que se le fué o que las flores no adornen la fotografía que colgaba de la pared de la antesala, donde posaba su dedo, antes enjugado con su propia saliva, para besar en silencio a sus hijos o a su madre, incluso que el parque haya sido carcomido por una construcción de oro, a la que no le encuentra sentido porque ahí ya no se lanzan piropos y el recuerdo de los que él lanzó le permitía recordar una cuenta de sumar y multiplicar, perdiendo en el intento el cálculo y la posibilidad de firmar.

Hay muchas enfermedades que problematizan las andaduras de nuestros abuelos, pero en muchas somos intermediarios anónimos, convencidos de que debemos aportar con una dialéctica benevolente y cercana, pero alejando nuestras actitudes porque nunca alimentamos los valores relacionados con la cercanía, la presencia, la bondad, la cordialidad, el diálogo y esa escala o código moral donde debemos abrir la puerta a la comprensión de nuestros abuelos.

Hoy es siempre todavía para estar "con" nuestros abuelos, enseñándoles a prevenir, solicitando ayuda para construir el marco que debe delinear una conducta pro-activa a favor de mejorar la calidad de vida del abuelo o la abuela, todavía es siempre, por hoy, para luchar por una sociedad con espacios para aquellos que nos dibujaron cuando aún no nacían sus propios hijos, porque querían algo grande para nosotros.

Siempre será hoy, todavía, para no convertir en virtuales a nuestros abuelos y abuelas, porque son de carne y hueso, los mismos materiales con los que Dios nos construyó y con ese gesto nos transmitió el mensaje de que todos somos iguales, sin desviar la disyuntiva al género (hombre / mujer), sino a las diferentes etapas de la vida, desde el pre-concebido hasta el que transitó al más allá, porque hasta para el que se despidió debe haber respeto, espacio, apertura, comprensión y recuerdo, añoranzas y momentos de los que tendremos que vivir nosotros en nuestro propio nicho proxémico cuando seamos olvidados, incomprendidos, malinterpretados o excluídos.

Gracias abuelo Antonio Machado, si hoy lo fueras, te diría que tú has sido el detonante de esta entrada en mi vida y quiero regalarla a cuantos ven, tocan, escuchan, bañan, duermen, cuidan o le leen a nuestros abuelos y abuelas.

DR. Juan Aranda Gámiz

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