domingo, 25 de marzo de 2012

¡QUÉ PENA¡

Al escuchar una historia de vida de dolor y resignación, apagada por el asesino indiscreto y silencioso del cáncer, la incertidumbre de un enigma irresoluble que consume y apaga la existencia de quien lo padece,  los ojos hundidos de quien desconoce si los fenómenos sociales globalizantes también son huéspedes intermediarios en la cadena de eventos causales de su miseria y su hambruna, a muchos les brota un samaritanismo ajeno a la presencia de unas lágrimas y un segundo de palpitaciones incesantes, en un esfuerzo por manifestar un interés sensible que no forma parte de su atuendo de identidad, mientras que a otros nos sensibiliza y nos acerca, nos compromete y nos humedece, en un verdadero acto de humildad, presencia y solidaridad.

A diario miramos la ausencia de seres humanos presentes bajo una estela de desorganización de gestos y actitudes, inmersos en una soledad de palabras y agitados por movimientos involuntarios o crisis existenciales que generan dependencia absoluta de terceros y vigilancia constante, para asegurarles un mínimo de calidad de vida, vacíos de respuestas al no poder integrar las preguntas y cargados de conductas repetitivas que agotan la paciencia y la templanza de familiares y cuidadores, para quienes dedicamos una oración -a miles de kilómetros- y nos auto-imponemos un ayuno voluntario, como una penitencia asumida de bajo coste, con el único propósito de que rinda sus frutos y, a la hora siguiente, nos sintamos exculpados y perdonados.

A veces, creemos que el azar ahecha la sociedad en la que nos ha tocado vivir y que hemos sido bendecidos por un toque mágico, el que nos va a librar de la sordera provocada por el quejido y la pena de quien porta un trastorno irreparable y suplica apoyo y comprensión, inermes para ofrecerle un segundo de paz y calma, prefiriendo taparnos los oídos para olvidar y alejarnos de las llamas de pesadumbre que nos provoca amargura, desdicha y desencuentros con nuestra propia fe.

Ante esta realidad, es frecuente escuchar exclamaciones como ¡qué pena¡, terminando ahí nuestro propio ejercicio espiritual y vivenciando una realidad triste y dura con el más alto nivel de indiferencia y frialdad, demostrando un desinterés por los antecedentes y una despreocupación por el pronóstico real que se avecina, convirtiéndonos en seres humanos inconsecuentes con unos principios morales básicos y elementales para la convivencia.

Es muy cierto que si nos motivamos generamos una complicidad y ello nos arrastra hacia un compromiso, lo cual nos resta deleite, descanso, armonía y estrés desmedido, pero el sentido humanitario de convivir es la preocupación constante por el otro, si entendemos que nuestra salud no es fruto de un destino benevolente que nos ubicó en el primer eslabón de la cadena de supervivencia y estamos exentos de riesgo, sino que nuestro estado aparente de salud-enfermedad, como un fluido que va y viene en cada milésima de segundo de nuestro correteo diario, es la consecuencia inmediata del estado de bienestar del grupo o comunidad a la que se pertenece.

Dicho en otras palabras, hoy es siempre todavía porque otros están preocupados por nosotros y nos debemos a ellos, con la misma entrega de altruismo y visión humanitaria, con el propósito de legar a otras generaciones algo más que un árbol o un bosque, una especie en peligro de extinción o una contaminación del subsuelo, algo tan esencial como una conducta que genere imitación por la verdad que la acompaña, una actitud de apoyo que te obliga a renunciar a tu estilo de vida o una verdad que hace repicar las campanas en tu corteza cerebral y te acerca, más allá de la expresión ¡qué pena¡ a explorar en otros corazones los espacios que necesitan rellenarse y acompañarse, descubrir en las tinieblas del agotamiento esa realidad que nos hace grandes por reconocer cómo podemos reducir la talla de nuestro ego a la altura de una sencillez tan necesaria para escuchar, aprender y compartir con el que sufre a nuestro lado.

La pastoral es una experiencia de vida en la que todos debemos comprar una papeleta, porque todos tenemos derecho a alcanzar el premio de una felicidad plena en nuestra presencia en la vida de los demás, con entusiasmo, carisma, entrega y amor, cultivando la educación para saber estar con el otro, ya que ello te va a descubrir como un ser incompleto y necesitado de los demás.

No seamos distraídos ni indiscretos con las enfermedades, la dignidad ni la agonía de sentirse sólo y maltratado, luchemos contra los microbios de la indiferencia y el pasotismo, compremos un kilo de fortaleza interior y un litro de amor por la vida, con ello prepararemos un desayuno de esperanza, compartiéndolo con aquellos que no saben lo que es desayunar en energía para no volver a repetir ¡qué pena¡ sino ¡allá voy¡, porque la decisión asumida y aceptada es el mejor tratamiento para ocupar el tiempo libre en un recreo de ocio para el alma.

D. Antonio Machado estaría de acuerdo en aplaudir al que nos mira desde su enfermedad y nos contempla desde su silencio, porque en sus gestos manifiesta su afán por despertar nuestra ignorancia de cuánto le pasa y nuestra impaciencia por desconocer la herramienta que debemos empuñar para iniciar nuestra tarea, provocándonos esa reflexión interior que nos da cuerda y nos despierta a la vida con el otro que, al fin y a la postre, es la definición de nuestro paso por este mundo.

Dios quiera que algún día, en algún rincón del mundo, haya personas que cuelguen un cartel del cuello ¡busco gente necesitada de mí¡ y otro que, en lugar de reprimirle o cuestionarle, se cuelgue otro donde se lea ¡yo conozco dónde puedes ir¡.

Dr. Juan Aranda Gámiz.
 

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