Empezamos a caminar por la ruta de siempre, con los mismos zapatos y el mismo estado de ánimo que, al fin y al cabo, son los errores que siempre se cometen.
Pensamos que es lógico proponerse cambios y estructurar la vida del año que comienza, pero ni los planes teóricos ni los rituales de cronogramas planificados nos llevarán a ninguna meta.
No nos detenemos para echar una ojeada a nuestro interior y solo pasamos pendientes de ese mundo que queremos construir de cara a la galería, porque pretender un cambio interior no te hace más popular, no te genera más votos ni te aporta más ingresos, no te atrae más suerte ni va a cambiar tu propia aura.
Hay que encontrar el motivo para mirarte en tus adentros y se encuentra en el lamento de una pérdida inesperada, en un trastoque importante en tu salud, en algún comentario que te llegó al alma, en las pocas oportunidades que le diste al destino y en los pocos avances que tuviste el año anterior, en la soledad asumida o en la distancia balanceada, en el grito desenamorado o en el embuste que quisiste mantener disfrazado y todo el mundo notó su tinte verdadero, en la catástrofe que te dejó solo y desnudo de amigos o en tu alma de migrante sin retorno.
No hay libros para aprender a cambiar, al igual que tampoco hay guías para desarrollar a plenitud la maternidad, pero está en el subconsciente la metodología a seguir y nunca sacamos esa herramienta de la biblioteca que tenemos escondida en esa habitación tan olvidada de nuestra mente.
Alguien nos mira con recelo, porque nuestra actitud quedó grabada en sus actitudes y se queda doblada en el baúl del alma, como el diagnóstico que nos dieron y no queremos aceptarlo, la invitación que nunca nos llegó y nos preguntamos el por qué, el reclamo que no hicimos por respeto a las normas de convivencia y que nos ahoga con el paso del tiempo, el viaje que no se hizo, el cambio de aspecto que se nota en nuestra cara, los gastos imprevistos que no supimos afrontar o la herencia que sólo convenció a unos pocos y los demás se quedaron atascados en el reclamo constante a la vida.
No nos satisface comer en el mejor restaurante porque la atención se desvía hacia los que no tienen oportunidades de hacer 3 comidas al día. No nos llena pasear con un coche automático porque se le da más valor a quien maneja un trozo de tabla, desde su imaginación de niño, creyendo que está en un circuito de carreras y no hay lástima en el mercado, porque antes que escuchar a quien padece una enfermedad crónica o degenerativa, aplaudimos a quien sigue un comportamiento preventivo.
Seguimos leyendo los poemas buscando la rima, pero no el sentido de las palabras. Comemos sin saborear el cariño que puso quien preparó el almuerzo ni el dolor del sacrificio de quien lavó los platos, porque hay que insinuar que faltó un poco de sal para llamar la atención sobre tu buen gusto aparente.
Miramos el clima por si es buena temporada para viajar o para sacar el último trapo que has comprado e ir acomodando el atuendo a los rayos de sol o a las gotas de lluvia, cuando interesa saber si van a llenarse los pantanos para que otros puedan tener agua potable o energía eléctrica disponible las 24 horas del día.
Nos preocupamos de nuevos hallazgos para descubrir quiénes somos y de dónde venimos, descuidando aprender a ser una nueva propuesta de cambio, dejar firmado quiénes queremos ser y proponernos un cambio real.
Buscamos discursos que nadie entienda para que la novedad los haga dependientes de nosotros. Abrimos caminos para aprovecharnos de los descansos del otro y no promovemos el descanso para construir nuevos caminos que aprovechar.
Nos educamos para desempeñarnos en los espacios que están diseñados, pero no nos formamos para diseñar nuevos espacios que precisen otros modelos de educación.
Nos despreocupamos de encontrarle el sentido a las piedras del camino y pasamos la vida como cuentacuentos, intentando inculcar que lo correcto es darles patadas para retirarlas de nuestra ruta y evitar así las caídas.
Buscamos atropellar al otro para evitar su progreso, cuando lo interesante sería aprender de esas otras actitudes que hicieron grandes a los demás, porque tenemos miedo a la competencia, en democracia.
No le encontramos la verdad a un gateo, a una arruga, a una expresión o a un vocabulario que destaque lo mejor de los demás, porque solo vamos persiguiendo el aplauso de miradas que alimenten nuestro ombligo.
Descuidamos ser andamios para que otros crezcan en libertad, convirtiéndonos en albañiles que no cumplen su tarea y luego nos quejamos de los vaivenes de la vida.
Hemos aprendido, con mucha frecuencia, a mirar para otro lado y, al final, siempre nos quejamos del sentido del voto de los demás, como si nosotros no estuviésemos en edad de sufragar.
Tu amigo, que nunca te falla, te anima a que te quedes en silencio, te des la vuelta como un calcetín y te propongas cambios , en silencio, para que otros también te lo copien en silencio. Esta es la mejor forma de cambiar un mundo estancado en sus propuestas y al que tendríamos que quitarle muchos de los aplausos que algún día le dimos o que aún hoy seguimos dándole.
Juan
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