jueves, 21 de mayo de 2015

MI APELLIDO SE VE POR LA VENTANA

Siempre he creído que los apellidos son palabras que siguen a los nombres de pila y se transmiten de generación en generación, correspondiéndose con una casa y unas costumbres que también pasan de generación en generación.

Sin embargo, los apellidos maltratan las relaciones humanas porque crean distancias y generan abismos en los procesos de comprensión e interrelación, lo que momifica las culturas y aísla a los seres humanos en minúsculas agrupaciones que se disputan el origen del apellido, con la única excusa de no pertenecer al mismo clan que el vecino de enfrente.

Todos fuimos creados del mismo modo y a todos se nos debiera llamar de la misma manera, pero el apellido ayuda a identificar y a evaluar, nos señala la ubicación exacta de un despacho y está en todas las tarjetas de presentación.

Un apellido nos hace sentir fuertes o nos catapulta a la más triste soledad, porque hay una trayectoria que no ha sido aceptada ni asumida por la sociedad, porque hay algo incomprensible en el color de la piel que acompaña al apellido o denota morbo o jocosidad que no se tolera por algunos.

Por ello, hemos de convencernos que los apellidos debieran ver por una ventana al mundo y deberíamos procurar que cada uno tuviese una ventana definida, procurando limpiarla diariamente para que estemos mirando el mundo de la calle, conociendo lo que pasa, porque todos tenemos el mismo derecho a ver por una ventana similar.

Al mismo tiempo, nuestra preocupación por ver más allá de nuestras narices es una oportunidad para que los demás te vean con claridad, acierten a saber quién eres y te cataloguen porque la transparencia del cristal de tu ventana permita ver a tus padres y familiares a tu lado y así sabrán quien eres, algo mejor que negarse a pronunciar un apellido.

Y no sólo ver a los seres humanos sino ser capaces de observar a toda una familia, la que es propietaria actualmente del apellido con el que se pretende marginar y aislar, marginar o desplazar a algún ser humano por su condición física o psicológica, pues a su lado tiene una historia de vida de personas que son parte de su sangre, tan nobles como entusiastas, que han contribuido a crear espacios para una sociedad ahogada por la densidad de los maltratos físicos y verbales.

Un apellido, por tanto, debiera ser un motivo de transparencia para que todos filtrásemos nuestros rayos de luz, a veces pesados por la herencia de sufrimiento y, en otros casos, llenos de un vivo reflejo de bondad y apoyo, condicionando así que la ventana de Manolo se vea igual que la de Esteban o Marisol.

El hecho de que todos nos llamásemos por el nombre que la vida nos otorgó al nacer y con el que nos bautizamos y llegásemos a mirar por la misma ventana, con su apellido, nos permitiría saber que debemos tener una casa para vivir y dispondríamos de una familia que nos representase, con lo que los derechos fundamentales estarían garantizados durante nuestra infancia y adolescencia.

Creo que la ventana no dejaría pasar las ironías y vergüenzas y el cristal se empañaría con los epítetos que intentasen acobardar y herir, con lo que el apellido estaría protegido de la sociedad vinculante y alienante.

Ya me imagino a un Juan Ventana y a una Maribel Ventana, para que por el apellido todos tuviésemos las mismas oportunidades y se nos exigiesen los mismos deberes, pudiésemos reclamar los mismos derechos y disfrutáramos de todos los requisitos más elementales para satisfacer nuestras necesidades básicas.

Nadie sabría quién tiene un televisor de más pulgadas que el vecino por el apellido ni tampoco nadie sabría si hay orgullo en ese otro apellido, pues la ventana no es chismosa con la calle.

Me agradaría que hubiese amor sin apellidos y primeras comuniones sin apellidos, convocatorias sin apellidos y cartas sin referencias a apellidos, porque todo sería más blanco y manifiestamente igualitario, contribuyendo a crear un mundo con un principio más hondo de igualdad de oportunidades para todas las ventanas.

Tu amigo, que nunca te falla.


JUAN


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