lunes, 25 de junio de 2012

¿SE APOLILLAN NUESTROS APELLIDOS?

Creemos que nacemos y nuestros padres se encargan de traspasarnos sus apellidos, con lo cual se va cargando de identidad a nuestra personalidad, a pesar de que en algunas culturas no haya apellidos y olvidamos frecuentemente que, a pesar del orden cambiante de los apellidos paternos y maternos o de la arbitrariedad de llevar sólo dos apellidos, somos receptores de una historia y portadores de generaciones de cambios y conquistas, luchas y aspiraciones, por el simple hecho de que los apellidos son los nombres antroponímicos de dos familias, las de tus progenitores y que desde ahora son el legado que tendrás que mejorar, mantener o completar, con el propósito de entregarlo a tus hijos. 

Cuando recibimos un apellido, como hijos biológicos o adoptados, se nos presenta una tarea ardua y que debe provocar un interés por estudiar nuestras propias raíces, deteniéndonos en cada eslabón de la cadena, hombre o mujer, para reflexionar sobre su contribución a la grandeza del apellido que ahora llevas, las críticas y los motivos de asedio o fugas, alguna destacada contribución al bien común o el aislamiento al que fue sometido por secretos mal comprendidos o burlas que acompañaban a la minusvalía de seres humanos que recibieron la dote de los apellidos que ahora transportamos, adheridos a nuestras huellas y a nuestros suspiros, con los que firmamos y nos identificamos.

Cuando hayamos estudiado lo suficiente para saber qué representa nuestro apellido, nos tenemos que plantear cómo mantener brillando su significado y candente su mensaje, preocupándonos constantemente por destacar cualquier matiz de nuestro comportamiento en relación a nuestros apellidos, manifestándonos con el diseño que tantos otros antepasados supieron imprimir en nuestro apellido y por los que eran identificados (honradez, energía, coraje, constancia, riesgo o solidaridad) para sumarle cualidades o proponer algunos giros que permitieran adaptarlo al curso de la historia (inclusivos, deterministas, digitales).

No podemos permitir que nuestro apellido pase desapercibido y ello exige que contribuyamos con la sociedad en la que vivimos y a la que nos debemos, con aportes sobresalientes a los que hemos de poner nuestro apellido, nos obliga a formar herederos de nuestros apellidos con una formación de la que nos sintamos orgullosos porque sólo así sabremos que no hemos hecho un depósito de nuestra historia de vida que va a ser arrastrada por el viento.

Hay que hacer una limpieza diaria del trastero de nuestros apellidos, donde puede haber trozos de historia desagradables, impropios, humillantes o vergonzantes y procurar revisar la ortografía de los actos de quienes lo mancharon o lo embarraron y avivar el verdadero sentido que queremos proyectar y con el que le queremos vestir, para presentarlo ante los demás libre de prejuicios y cargos, en un intento de exculpar a quienes nos antecedieron y buscar el mejor método para reintegrarlo con credibilidad y auto-sostenibilidad, a la altura de la nobleza de linaje con la que nos vamos a sentir verdaderamente realizados como seres humanos.

Hay que educar a nuestros hijos sobre la trascendencia de un apellido y la labor diaria de cultivarlo y abonarlo oportunamente, pues ante ellos hay que responder cuando nos pregunten el estado en el que lo recibimos y aquel otro en el que se los vamos a entregar, pues ahí está la esencia de nuestro compromiso con los apellidos.

Si abandonamos a su suerte a un apellidos, no aprendemos de ellos la historia pasada y no los protegemos con mimos y abrazos, estamos perdiendo una oportunidad histórica para que sobrevivan más allá de unas cuantas generaciones, con lo que se perderá la identidad originaria y entonces no podremos explicar nuestras reacciones involuntarias, nuestra jerga y nuestra vocación que surgió espontáneamente, gran parte de nuestros actos y nuestras costumbres, la justificación de nuestras ambiciones y los detalles de nuestras motivaciones, ya que desconoceremos el ímpetu de nuestros abuelos o no habremos dado importancia a la nariz de nuestro tatarabuelo o la falta de integración social de una bisabuela.

Somos lo que otros han querido aportar a la construcción de nuestra propia realidad interna, por lo que para  conocernos mejor y saber estar, necesitamos estudiar nuestros apellidos, a diario, porque ante una reflexión o una duda, antes de entregar un aporte o brindar un consejo, precisamos saber cómo actuaría un miembro de nuestra familia, con nuestro apellido, porque es una reacción natural por lo que se arrastra y a nosotros nos corresponde añadirle una pizca de templanza, un momento profesional, incorporarle una queja oportuna o subrayar la viabilidad de alguna otra opción tan necesaria para revalorizar nuestro apellido.

Si vivimos cercanos a nuestros apellidos, cada día vamos a aprender de ellos cuando preguntemos a nuestros familiares y así evitaremos que queden empolvados en el olvido o pierdan el dinamismo al que debemos someterles, mejorando su acervo comunitario y génico, dotándoles de una fuerza para que acepten ser rescatados, transformados, incluidos, discutidos o refrendados ante la comunidad que los debe aceptar y reconocer, porque de lo contrario terminarán apolillados y destruidos, olvidados o fácilmente arrinconados.

Demos a nuestros progenitores el orgullo de resaltar nuestros apellidos, como si los hubiésemos tomado emprestados a nuestros hijos con el propósito de refrescarlos y adornarlos, con sensatez, tesón, mesura y paciencia, pero también con sabiduría y arte, sólo así se los devolveremos como un verdadero legado del que disfrutarán y se comprometerán con la cultura del apellido, una fuerza interior que les llevará a hacer por los apellidos que les dimos mucho más de lo que harán con los que les tomarán -en préstamo- a nuestros nietos.

Con estas actitudes, evitando que la polilla destruya nuestros apellidos, algún hijo nos dará las gracias por nuestro esfuerzo en edificar apellidos, apoyados en su historia natural, pero adaptados a nuestra propia realidad y con herramientas para seguir sobreviviendo, muy a pesar de las circunstancias, las crisis, las falsas promesas y las distancias y los vacíos, las fronteras y las necesidades no satisfechas.

Juan Aranda Gámiz.

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