viernes, 4 de septiembre de 2020

EL CAOS DE LA INCOHERENCIA

 

Vivimos esperando no enfermarnos cuando salimos a la calle y esperamos ser los primeros elegidos para vacunarnos, cuando vemos la televisión; sopesamos los estornudos con la esperanza de un resfriado común y rezamos antes de visitar a la familia.

No somos capaces de orientar nuestros pasos en el mejor sentido. Hablamos por encima del otro, creyendo llevar la razón en todo y no somos capaces de vislumbrar un futuro cercano y prometedor, porque nuestro interior tampoco estaría preparado para ello.

Se generan cambios en las relaciones humanas y, en lugar de luchar para cambiar esta realidad, terminamos acostumbrándonos y dejamos en manos de otros nuestro propio destino, como si de nosotros tampoco dependiera el futuro de los demás. 

Respiramos sin saber si esa ruta también fue tomada por el coronavirus, los pacientes piden atención presencial porque necesitan sentir la voz y la mano del médico cerca de sus cuerpos, se retrasan las cirugías por miedo a la contaminación y nos encerramos en un mundo lleno de contradicciones, como si la verdad no tuviese la oportunidad de encontrarse con la mentira.

La gente desvía la atención a las decisiones de los famosos, tan irrelevantes como nimias, pero se prefiere estar pendiente de la vida de los demás que adornar la propia con mejores propuestas de vida.

Ya queremos dar por terminado el año, esperando que los políticos se hayan puesto de acuerdo por nosotros, que los investigadores sigan ofreciendo vacunas al mejor postor, que los líderes de opinión opinen por nosotros y luego reflejamos en los medios que hemos de agradecer a la vida porque nos permite ser libres.

Reímos por dentro, mientras lloramos por fuera. Nos enfadamos de cara al ´público, porque es necesario aparentar antes que intervenir, buscamos los mismos aplausos que hagan grande nuestro ego y luchamos por convencer a todos que estamos haciendo todo, cuando la verdad es que no sabemos por dónde empezar.

Nadie se confiesa ante los suyos, porque es vergonzoso reconocer que se vive en la apatía constante y miramos para otro lado, pretendiendo intervenir para poner orden donde no te llamaban, con el único propósito de aparentar que eres útil para una sociedad en la que te has mantenido al margen de lo más necesario.

Criticamos a quien no lleva la mascarilla y señalamos si la distancia interpersonal no es la correcta. Hablamos lo necesario y nos movilizamos lo prudente. Sentimos dolor por quien sufre, como lo hacíamos antes, pero no acostumbramos a sentir pena por nuestros propios sentimientos.

Blindamos todo para evitar el contacto pero seguimos tropezando con la misma piedra y convenciéndonos de que no es tan necesario otorgarle un valor al voto, para que dentro de cuatro años estemos sufriendo con las oportunidades perdidas y se quejarán más quienes precisan cambiar de camiseta, ya que usufructuaron de la anterior hasta lo injusto.

Aceptamos la sociedad como poco revolucionaria y muy oportunista, pero las oportunidades se las dejamos a los de siempre, a quienes van a extraer el jugo necesario para vivir bien a costa de los demás.

Enseñamos a nuestros hijos que deben ser prudentes, pero no críticos. Creemos que la sinceridad es señalar con disimulo, sin comprometerse y que la verdad está para que quienes desean comprometer su vida lo hagan y nosotros observaremos, para luego hacer una crónica de lo que ocurra.

La vida está para mejorarla y las palabras para aprender a usarlas, los verbos están ahí y sólo hace falta colocarlos en el orden justo.

Evitemos el caos de la incoherencia con un mayor compromiso social y personal.

Tu amigo, que nunca te falla



Juan


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