martes, 10 de junio de 2014

CADA COSA POR SU NOMBRE

Acostumbramos a ver llover por la ventana y nos quedamos absortos, a veces rezando y otras pidiendo que sea de provecho para el campo y sus frutos, pero no caemos en cuenta que alguien puede estar llorando y las lágrimas están humedeciendo tanto la calle porque el sufrimiento tuvo que ser muy grande y no rezamos entonces por él o por ella, quién sabe si por los muchos que deben estar melancólicos y que no se dan cuenta que pueden provocar hasta inundaciones.

Caminamos por las calles y nos inclinamos para dejar una moneda, a duras penas, a quien se abate contra el clima, arrinconándose en la entrada de un portal y con los harapos que hablan de su tiritar y su tormento, pero no nos atrevemos a pensar que es muy probable que todos seamos los culpables de su situación actual y debiéramos analizar en qué contribuimos para que ese ser humano y, a veces toda su familia, estén dependiendo de la protección de una esquina o el techo de una parada de autobús, a la que nadie va a coger el transporte porque huele mal a desvalido y vagabundo.

Nos arrimamos a la baranda que adorna un puente y vemos el torrente que baja con fuerza y la maravilla de esa mezcla de espuma y arena, con el verde de su orilla, pero más allá hay quien se acurruca y lava su ropa, se moja los labios y tiende una manta para dormir con las salpicaduras de esas gotas que lavan su angustia. Nunca nos hemos preguntado si ahí abajo está encontrando lo que no encontró cuando pidió ayuda y sólo encontró empujones o cuando fue criticado por una sociedad que lo abandonó a su suerte por haberse manifestado tal y como se le ocurrió en aquel entonces y fue expulsado de su trabajo, cuando su aceptación pudo haber apoyado la dignidad de tantos otros obreros, ahora callados y menos vacilantes por miedo.

Encontramos pueblos donde vemos mujeres que han atravesado el penoso desencuentro de un episodio repetitivo de violencia de género y somos incapaces de adoptarlas por un día, manifestar nuestro apoyo sincero y entregarles comprensión verdadera, buscarles ese hogar en el que no vamos a dejarlas abandonadas, al menos regalarles un diálogo de diez palabras cada mes "no me olvido de la gente valiente como tú, adelante".

Nos asomamos por la ventana de la escuela y ahí están arrinconados los más torpes y los que no avanzan adecuadamente, pero no se adopta la decisión de clases particulares, impartidas por profesores y alumnos para los que no comprenden, no hay horas dedicadas a los más lentos y con dificultades, porque creemos que debemos educarles y alimentarles de vocación y conocimiento muy aparte de los demás.

Hallamos familias donde los hijos más necesitados, los que trajeron a este mundo una tara o presentan un defecto, no son ni siquiera presentados en sociedad porque dicen muy poco de sus familias y no nos permiten estar orgullosos de su comportamiento, cuando lo hermoso de la espontaneidad de la vida es comprender las actitudes y los gestos de quienes se creen minimizados en un mundo en el que hay un orgullo consentido por presentar siempre lo bueno aparente y no siempre lo aparentemente bueno.

Tenemos a los abuelos como adornos de las casas y sustituimos el beso y las palabras por cambiarlos de lugar mientras barremos o limpiamos el polvo, al lado de su asiento, permitiendo que estén ahí sin hacer ruido o que se lo coman todo sin chistar, porque para problemas ya amanecimos con muchos más y no nos percatamos que, al compartir con ellos las inquietudes y los inconvenientes nos podrían haber resuelto el crucigrama de nuestras propias vicisitudes y se nos hubiese hecho menos pesada la jornada, al tiempo que ellos también se hubiesen seguido sintiendo útiles.

Silbando a algún paisano, al pasar cerca de su casa y vemos que no nos devuelve el silbido porque le faltan fuerzas desde que le diagnosticaron ese cáncer que le está martilleando en su cabeza cuando todavía no le arruina parte de su cuerpo, pero seguimos caminando y acostumbramos a dejar a cada cuál con su problema; pienso que sería digno movilizarse a compartir un rato de su cáncer, a sacarlo a pasear y a vestirlo, a encajarle un chiste en el rincón de la risa y escucharlo abrir la boca de felicidad porque alguien le compartió un chascarrillo. Sin embargo, se nos pone cara de triste y ya pensamos en su marcha, porque así es más fácil evitar el compromiso.

Cuando llega alguien nuevo a nuestras vidas intentamos hallarle el sitio obscuro y empezamos a interpretar hasta su estornudo, porque al no parecerse al nuestro lo creemos intimidante, competitivo, intencionado y picaresco. No entendemos que abrir los brazos a los demás es el mejor movimiento de cintura que podemos hacer cuando alguien nos desconoce, antes de que busque hacer con nosotros el mismo juicio que intentamos hacer con él previamente y que nunca lleguemos a conocernos porque siempre desconfiamos de sus miradas y sus momentos.

En Facebook hay que pedir la amistad para que otro te la conceda, pero con la intención de participar de su realidad contada y manifestada, sin haber aportado nada por atraer las miradas del otro u otra. Sería lógico iniciarse por entrar abiertamente con algún comentario y, en las intenciones manifestadas, abrirle más aún las puertas de tu cuenta y que la amistad se convierta en una crítica abierta que te ayude a crecer, pues muchos dejan de seguirse porque no lo aplauden todo y cuestionan el mínimo desplazamiento de lo que se espera de él o de ella.

Nos enfadamos con nuestros padres cuando no nos permiten lo que esperamos con tantas ansias, pero no nos detenemos a pensar si tendrán miedo de que no estemos a la altura de las circunstancias o si estamos fallando en el interés que les devolvemos por los esfuerzos y las frustraciones que invirtieron en nosotros. Sería ideal creer que confían plenamente en nosotros porque nosotros les damos motivos para ello.

Nos peleamos con nuestros hermanos porque creemos que los verdaderos confidentes están en la calle, donde hay buitres esperando comentarios para transformarlos en momentos de competitividad, despreciando al hermano que te entiende y a veces también te comprende, pudiendo resolver tus dudas a la luz de los mayores, los que te van a orientar en el verdadero camino que has de elegir y, con su permiso, buscar los mapas de carreteras en los consejos de las personas idóneas que no te van a permitir que te pierdas en tus buenos propósitos.

Vamos a comprar un regalo y elegimos el más caro para que el niño empiece a destacar frente al vecino, pero luego se encariña con el más barato y común, porque es el que menos peso económico tiene y el que más necesita su propio cariño y entrega, dándonos una lección de que el aprendizaje se hace con amor y no con dinero y que los reyes quieren y desean, así lo imagino, una reflexión de paz y comprensión, de la que no se compra ni se vende.

No pasemos la vida dando y poniendo nombres superficiales, que esconden los verdaderos nombres que deben tener las cosas y las actitudes, los vaivenes y los arrepentimientos. La vida es más sencilla llamando a cada cosa por su nombre.

Vuestro amigo, que nunca os falla.


JUAN

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