sábado, 15 de junio de 2013

¿TIENE VIDA LA ESPERA?

Esperar no es un tiempo perdido ni una oportunidad olvidada, pues toda espera tiene vida propia y en el intervalo de tiempo que esperamos suceden y ocurren cosas, desaparecen coyunturas y se presentan nuevas iniciativas, pensamos y soñamos, ponemos nombre y desdibujamos, miramos y observamos, como si quisiésemos modificar la realidad y adueñarnos de ella, en un ejercicio de abstracción de las motivaciones que nos siguen arrastrando a seguir esperando.

Un niño espera a que después de llorar venga su madre a acariciarlo y es una de las primeras asociaciones que establecemos después del parto, así que al comprobar que el llanto atrae la atención de quien luego nos calma, nos acaricia, nos balancea y nos alimenta, nos besa y nos sonríe, volveremos a llorar para seguir esperando esa respuesta que tanto deseamos y por eso hay vida, la del niño que empieza a comprender el valor del amor de madre y la de una madre que ve despertar a su hijo en el proceso de crecimiento vivencial y le va estimulando a seguir apoyándole en su apuesta de crecer en libertad.

Un joven espera en el parque a que llegue su enamorada o es la enamorada quien se impacienta por la tardanza del enamorado, pero ese compás de intranquilidad nos ayuda a reconocer el código de los sentimientos y a descubrir la verdad de una relación, sentir el coraje de las palpitaciones cuando se cree haber visto al otro y ensayar esas palabras que queremos transmitirle cuando se acerque, entristecidos por la tardanza o convencidos por la excusa.

Y hay un desvalido que nos espera, a cualquiera de nosotros o al que tenga la carga necesaria en su corazón para acercarle unas palabras o una mirada, pues eso rompería la lectura de una espera que para ellos, para los abandonados, se hace siempre eterna y durante la que tienen opciones de conocernos mejor que nosotros a ellos, de analizar nuestros comportamientos por fríos y distantes, nuestras palabras porque arrecian humedad marginal y vaho de discriminación.

Un invidente espera a pasar la calle sintiendo el brazo desconocido que le arrastra con cariño, pero durante el tiempo de duda para avanzar un paso cree que no puede estar solo en la calle y culpa a las prisas -y no a la indiferencia- porque nadie le extienda un apoyo, desconoce ese mundo de seres individuales y con conductas paralelas, sin alma para dedicar una pizca de su tiempo para invitarle a cruzar por el paso de cebra y en esos momentos de soledad es cuando comprende la velocidad a la que corren las mañanas y las tardes y estudia la soledad de los pasos de otros que, aunque viendo, también caminan y corren solos.

Un abuelo soporta el peso de un diagnóstico que está hundiendo sus esperanzas y procura adaptarse al devenir del pronóstico insensato que le ha transmitido el médico, apoyando en el bastón el peso de la incertidumbre y caminando con pesadumbre sin saber si tendrá sentido hacer testamento, compartir su desdicha en familia o disfrutar mientras pueda de la bondad de los suyos, pero sigue esperando que alguien le escuche para pedir un apoyo de solidaridad, un segundo de soporte o un arrebato de brisa que refresque su angustia.

Un enfermo inquilino de un sillón de piedra, en el patio de un hospital, se duele y se queja de esa tarde a solas, pues su familia se olvidó de apresurarse a verle, aunque fuese para compartir un café solo y frío, pero en ese transcurso se acuerda de hijos y nietos, voces y juguetes, va alimentándose de la verdad de sus gestos y se siente cobijado con los abrazos invisibles de quien sigue creyendo que lo necesitan.

Un preso va concediendo a la vida la batuta que marca el ritmo de sus pasos y va esperando insertarse en una sociedad que continúa alienando y destruyendo, porque quiere ser el consejero y el amigo, el árbitro de malos actos antes de que se cometan y, en su reflexión prolongada en un espacio limitado quiere armar su propio proyecto en libertad y sueña en el mañana, aunque pudiese ocurrir que al disponer de más espacio del que necesita y de tanta indiferencia quiera volver a refugiarse en su celda porque no considere ese mundo como suyo, ese en el que soñó cuando aparentemente no disponía de momentos de libertad.

Un marginado que extiende la mano y creemos y nos convencemos que ahí solo podemos depositar una moneda de bajo valor y no una esperanza o un apoyo, contribuyendo así a hacer este mundo más pobre y diferente. Mientras que su mano se moja de salpicaduras y se llena de rechazo, pensará en el menosprecio de sus pasos, cuando pasan delante de ellos y de la oportunidad de mirar a quien corre por necesidad y huye desvergonzado de la vergüenza que le carcome, porque no fue capaz de acercarse, agacharse, hablarse a sí mismo y hablarle a quien lleva todo el día esperándole para compartir una palabra, porque también es un ser humano necesitado.

Un oprimido espera a que se le libere y, durante ese tiempo, anhela encontrar los motivos que le hundieron y las oportunidades que le limitaron, las que lo llevaron a algún rincón y en algún lugar, pero espera que algún corazón inesperado halle las justificaciones morales y de actitudes para lanzarse a un vacío y ahí le encuentre con la mano alzada para que le tome y le levante.

Por todo ello, la vida es una larga espera y la espera también tiene vida. Comprendamos a quien espera, porque para vivir hay que esperar y siempre que se espera hay otros que comprenderán mejor que aún ahí seguimos viviendo.

Tu amigo, que nunca te falla.




JUAN

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