jueves, 25 de abril de 2024

Nunca llegaremos a ser si no tenemos la decisión firme de seguir siendo.

 

Decía D. Antonio Machado, en uno de sus más entrañables proverbios: “Hoy es siempre todavía”, porque siempre que haya una razón, motivada por un empeño, habrá la posibilidad de luchar, hoy y por siempre.

Soy español, residente-ausente, por más de 37 años de mi vida y he seguido la vida política de mi país, con los avatares propios de cualquier sociedad democrática y los sobresaltos desleídos en boca de sus representantes políticos, desde que mis pies despegaron del suelo que me vió nacer.

Hace unos 3 años escribí un libro “Carta a un político”, con poca repercusión social y que nunca llegó a cristalizar mi sueño de poder leerlo, tal y como se acostumbra con “El Ingenioso hidalgo D. Quijote de La Mancha”, como un derecho de un representado más, en la casa del pueblo, o sea, en el Congreso de los Diputados y en el Senado.

No hay un libro escrito que enseñe a alguien a ser presidente, como tampoco lo hay para aprender a ser padre, pues confiamos en el corazón que va madurando y en el alma, con compostura de entrega, como los dos únicos asesores en el día a día.

Vivimos en un mundo de contrapesos que buscan el consenso entrópico, el mismo que nos hará vernos singulares en la diversidad.

El golpe de los contratiempos, como manifestación viva de una homeostasis desequilibrada, no debe ser lo que genere dolor sino el resquebrajo de las ilusiones que estuvieron en el  arranque de nuestras  actitudes primigenias.

Decía mi abuela que “hay que agradecer a quien te castiga, envidia u ofende”, porque en el relato hay una aceptación  implícita del valor y la fuerza que se te presupone y la envidia impulsa al otro a buscar las esquinas más pronunciadas de nuestros pasos

No pertenezco a ningún partido político, pero el matiz que colorea y da vida a mi razón de ser es el socialismo de cualquier siglo y época, el que transmite un principio de igualdad  de oportunidades y una verdad que subyace a todas las injusticias en los determinantes sociales más prevalentes  en la sociedad que nos ha tocado vivir.

Es cierto, sin embargo, que continuamente nos reflejamos en la realidad aumentada de una balanza, pretendiendo sopesar nuestras verdades y nuestros errores, nuestras carreras y nuestras pausas, nuestras oportunidades y también nuestras amenazas.

El valor democrático de nuestros actos se hace mayor al reconocer que el aire que respiramos debe recoger, por igual, las voces pronunciadas o eructadas de cuantos transiten por las mismas calles de participación que nosotros frecuentamos.

No debe haber motivo para ningún arrepentimiento hasta que las urnas no abran un soplo de desencanto ni tampoco podemos predecir un fin sin haber soltado la cuerda que sostiene nuestro aliento democrático.

Decía Descartes: “Pienso luego existo”, pero a día de hoy debe ser más justa la expresión “Creo luego vivo y vivo, luego existo”. Si cree y sigue creyendo en su propuesta es porque sigue viva su condición y, si esto es así, es porque debe seguir existiendo el espíritu que le mueve a seguir en su empeño.

El testimonio de lucha nos compromete y el compromiso es lo único que nos da aliento. Perder el aliento es el motivo que aupa el desaliento de los aplausos que, a veces, es lo único que les queda a quienes están sin voz y sin excusas para seguir luchando.

No deje en el anonimato una tarea empeñada en apellidar  a la democracia con una igualdad fraterna y una concordia cívica, con democracia en los afectos y sensatez en los pactos, con un rechazo a la sordidez  de los arrebatos políticos y siga acogiendo los abrazos, como el que pretendo compartir con usted a través de esta carta, como un impulso anónimo a su gestión y un aporte más a la necesidad de aceptarnos más y mejor.

Nunca llegaremos a ser si no tenemos la decisión firme de seguir siendo. Su decisión es personal y mi apoyo irrestricto.

Juan Aranda Gámiz.

viernes, 12 de abril de 2024

El cambio climático existió siempre

 

Siempre se han derretido las esperanzas de los padres, ante el rumbo de los hijos, o las esperanzas de los hijos ante el destino incierto de los padres, mucho antes de que empezásemos a notar el derretimiento de los glaciales.

Siempre se contaminó la paz de la familia cuando una voz extraña les insinuaba que su aceptación en el barrio era algo imposible, por su aspecto, su condición migrante o apellido de sus pasos, o cuando las bombas le sugerían a las familias una carrera de huida hacia un camino de indiferencia. Y cuando se empezaron a procesar los alimentos, solo a partir de entonces, se comenzó a incluir a los espacios protegidos.

Siempre hemos llorado cuando hemos enfrentado el cuestionamiento de la verdad, aunque luego estuviésemos callados y serios hasta que nos perdonase aquel a quienes iban dirigidos los epítetos de desprecio que tan poco nos costaba pronunciar. Y hoy, afrontando la falta de lluvias nos manifestamos preocupados por la sequía del planeta.

Siempre se nos tapaba el drenaje del patio y el agua de lluvia nos entraba en la casa, por lo que llamábamos la atención a quien incumplió algunas normas básicas, como tirar el papel higiénico a la taza y no a la papelera. Y cuando el mar se irrita en plena pleamar y penetra en tierra firme es cuando hablamos de las inundaciones y de los desastres naturales. 

Siempre cultivábamos flores y arbustos, mezclados en el mismo espacio de terreno, con la filosofía de quien es generoso con su huésped.como razón de ser de un comensalismo equitativo y agradecido. Y es cuando se pensó en la rentabilidad de los monocultivos, cuando surgieron las plagas y, a continuación, los insecticidas, plaguicidas, raticidas, que tanto daño producen cuando se introducen en la cadena alimentaria. 

Siempre hubo quienes preferían dejar a los animales en su hábitat y visitarlos cuando fuese oportuno, para que todos pudiésemos ver los mismos gestos y carreras, rugidos y sombreros. Sin embargo, cuando los entrecruzamos  y lo exótico se  impregnó de exquisito, brotaron las pandemias más severas. 

No nos fijemos en la atención global a los discursos y las restricciones, sino volvamos la mirada a lo que siempre fue el verdadero cambio climático y resolvamos temas pendientes que nos harán vivir con mayor dignidad en un mundo en constante cambio.


Tu amigo, que nunca te falla



Juan. 


jueves, 28 de marzo de 2024

Sentires

 

Este año me he propuesto hacer un relato de todos mis sentires. 

Sentí la ausencia de regalos en muchos rincones, donde la soledad no tiene fondos para regalar y la realidad virtual no ha sido aún capaz de arrebatar una sonrisa a un niño olvidado.

Sentí la expresión de una guerra, siempre cruel, cargada de tristeza y envidia, rencor y desesperanza, en la cara de niños que abrazaban un charco de agua mientras dormían en la calle, añorando la paz de aquel pesebre que resultaba más cómodo y humanitario que el frio de un sueño constantemente interrumpido por los bombardeos.

Sentí la penumbra de un desconsuelo en lo más hondo de cuerpos acribillados por una sociedad rebosante de señalamientos y discriminación, manipulación y abandono.

Sentí la ausencia de líderes en territorio hostil, allá donde se hubiese terciado un conflicto, sin espacios para fotos del recuerdo ni abrazos acordados ante las cámaras.

Sentí la distancia generada por la venganza y el reencuentro manipulado por los intereses creados, en un capítulo más de los oportunismos mercantiles que trasiegan entre corazones rotos.

Sentí la mentira de los discursos, sobrecargados de intenciones inhóspitas y siempre balbuceando cuando se reclaman los verbos, como sustitutos de los sustantivos.

Sentí la hipocresía de los formalismos, como jueces imperfectos de lo cotidiano, a fin de engañar a las costumbres y seguir envenenando el patrimonio cultural e inmaterial de la humanidad.

Sentí el calor del invierno y la nieve de la primavera, como huella de unos pasos equivocados en nuestra vida de relación constante con la Naturaleza.

Sentí que crecer no te hace grande y que sigue habiendo una distancia insalvable entre ser demagogo de proyectos rentables y pedagogo de las buenas intenciones.

Sentí que nacer tiene un costo si la tierra que te acoge no entiende de igualdad de oportunidades.

Y lo que aún me queda por sentir en lo que resta de año


Tu amigo, que nunca te falla



Juan 

 

domingo, 31 de diciembre de 2023

Siempre nos quedamos cortos

 

Siempre nos quedamos cortos

Juan Aranda Gámiz

Loja (Ecuador) 31-12-2023 

 

Con el paso de los años creemos conocer la distancia que nos separa de algo, o de alguien, entrando en un mundo de desajustes emocionales porque no llegamos a sentir lo que otros sienten ni a llorar con las mismas lágrimas que las cosas que nos rodean, aunque su carne y huesos tengan otra textura distinta a la nuestra.

Y es que siempre nos quedamos cortos al analizar lo que nos conmueve, pretendiendo ser indiferentes y que así no nos atraviese la pena. Sentir no puede ser un ejercicio de mirar sin descargar protesta alguna y vivir no debe transformarse en caminar de puntillas para que los espinos no lastimen la planta de nuestros pies y que no sangren de desilusiones ni desesperanza como a tantos otros que les ha tocado transitar entre tanto guijarro del camino y tanta flor seca, deshilachada y con espinas.

La Navidad no consiste en un abrazo de reencuentro para olvidar las distancias ni en un pavo que concentre las especies de la falta de miradas. Y el Año Viejo no puede, ni debe, ser un momento planificado para hacer saltar por los aires las desvergüenzas acumuladas, en medio del alboroto que nunca nos lo tendrá en cuenta.

Siempre nos quedamos cortos cuando no nos involucramos por miedo a no dar la talla, cuando el apretón de manos hace desviar las miradas, los pasos se detienen antes de llegar al destino que necesitábamos, las palabras no despiertan caricia alguna en el alma o cuando el tiempo sigue estando presente e interrumpe los achuchones, en medio del frío.

Cada recuerdo imprevisto nos pone en sobre aviso de un mundo de iguales y cada relato narrado por un desconocido nos abre la ventana al poema entrañable de las necesidades insatisfechas.

Siempre nos quedamos cortos cuando buscamos lo artificial para que sustituya a la naturaleza de los momentos aparentemente olvidados y si pretendemos encontrar en las escapadas la añoranza de lo más simple de lo nuestro, arrinconado en el olvido que siempre deseamos que regrese a casa, por Navidad y Año Viejo.

Cada impresión nos debiera devolver el aliento más rápido que el champán y los brazos debieran arropar el cuello más que las serpentinas anunciadas por matasuegras desafinadas.

Siempre nos quedamos cortos cuando envolvemos mensajes prefabricados para felicitar a los mismos y a otros, mientras tanto, les llegan el ruido de las bombas, el martilleo de las balas, la humedad de los pantanales, la obscuridad del castigo, el desenfreno insuficientemente castigado del abuso o la coyuntura sin abrigo.

No siempre sabemos por dónde empezar a apagar luces por cada momento roto en la vida de los demás. Y, quizás, tampoco reconocemos cuándo necesitamos encender alguna vela por un simple arrebato de esperanza, porque así las ciudades reflejarían la verdad, siempre escondida, de una realidad maltrecha.

Ya basta de besos virtuales, abrazos agazapados detrás de “likes” automáticos o limosnas de lo que siempre nos sobra. Ya basta de creer que el juguete alivia el dolor, que la lluvia entorpece el festejo, que las nanas son un cántico a la felicidad o que sólo en invierno nos debemos seguir refugiando alrededor del fuego, aunque sigamos estando ausentes en la presencia.

Siempre nos quedamos cortos en los aplausos a lo verdadero, en la renuncia a la futilidad de la vida, en el apoyo a lo efímero en nombre de las experiencias que van a saturar tu cultura porque veas y compartas más de lo que debes en el silencio de tu entrega a las causas más justas y necesarias.

Es hora de no quedarnos cortos y escribir para otros desde algún rincón, llamar a un número desconocido para poder escuchar, servir desde el anonimato para saber entregarse sin tarjetas de presentación y llenarse el depósito en alguna esperanzo-linera para seguir circulando otro año más midiendo mejor las distancias.

Feliz cálculo para este próximo año y que nadie, con necesidades, nos insinúe que nos hemos seguido quedando cortos.

 

 

 

Juan

 

domingo, 24 de diciembre de 2023

Hoy, un día cualquiera, es Navidad.

Miro por la ventana y no alcanzo a ver los renos ni tampoco hay juguetes flotando en el aire, por lo que me pongo a pensar si no me habré equivocado y aún no llega la Navidad.

Me levanto y salgo a la calle, preocupado porque el invierno no me haya traído el aroma de la Navidad y esté confundiendo la paz de la calle con el mensaje de armonía de los villancicos por Navidad.

Salgo a pasear y veo los mismos escaparates en medio de las esquinas, cargados de lo que no todos pueden tener y las bolsas de regalos caen pesadas de las manos de los transeúntes, esperando rellenar el postre de la Navidad.

Contemplo los semáforos y no sonríen por Navidad, las farolas alumbran los mismos aleros de los tejados y los niños corretean por las veredas, como siempre lo han hecho por Navidad.

El cielo está azul, como en marzo o noviembre, la hierba no permite tocar el suelo húmedo y los arbustos mantienen su gallardía de todo el año, como otro día cualquiera. por Navidad.

Sigo creyendo que aún no llega la Navidad.

El horno no se cansa del pavo que se está haciendo y el patio no reconoce los adornos de la Navidad. En la mesa siguen acumulándose las facturas a pagar y los menesteres reclaman tu presencia, como cualquier otro día del año, por Navidad.

¿En qué fecha estamos?, me pregunto-

Antes de tener una respuesta que me saque de la duda, sin esperar nada a cambio, se me acerca un niño cargado de esperanza, con harapos de los que siempre acompañan a las limosnas y caras enrojecidas por el frío, pidiendo comprensión, apoyo y solidaridad.

Ahí me doy cuenta que, de nuevo, estamos en Navidad. 


Juan 


domingo, 8 de octubre de 2023

Cuánto cuesta poner blanco sobre negro

 

Nos cuesta aclarar los condicionantes y determinantes de un conflicto porque apostamos por hacer valer nuestra posición y no regalamos nuestro tiempo para hacernos eco de los planteamientos de los demás.

Nos cuesta mucho descifrar un código porque somos incapaces de sentarnos a analizar las posibles derivadas de un proceso de toma de decisiones.

Nos cuesta bastante opinar cuando nos preguntan, porque enseguida nos planteamos la ética de nuestra voz de alarma en una sociedad de protocolos medidos y cortesía hipócrita.

Nos negamos a criticar la verdad encerrada en un comportamiento, porque pensamos que si alguien se atreviese a hacerlo con nosotros lo interpretaríamos como una intromisión de un individuo osado.

Nos complicamos al redactar un informe porque sólo queremos escribir palabras que suenen a justas, medidas, coherentes y plenas de adulaciones, ya que nuestro futuro siempre está empeñado en el comportamiento que logremos traer ante los demás.

Nos arriesgamos a opinar sobre un particular, porque pensamos que no estamos en la onda del grupo, por lo que podríamos ser rechazados ante una voz disonante.

Nos confesamos con algunos menos pecados de los cometidos, porque ante la mirada del otro es bueno reconocer que no se han cumplido más penitencias de la media.

Nos dejamos llevar por el desorden y no queremos aportar con un plan de ordenamiento, ya que ello suena a un ser humano con otras expectativas y principios, mientras todo el mundo suene a desorden en las mentes más juveniles.

Nos convertimos porque precisamos cumplir un proyecto inicial y comunicamos nuestras preferencias y, por ello, quedamos atrapados en un mar de indecisiones que nos arrastran a cometer algún acto reprochable, por el que algún día recibiremos una queja o un espaldarazo abierto.

Nos dedicamos a escribir con alegatos de verdades a medias, pretendiendo que todas las personas "a tu alrededor" tengan la oportunidad de conocer lo que quedó en el tintero, por falso, aventurero o poder.  

¡Qué difícil y cuánto cuesta poner blanco sobre negro.¡


Tu amigo, que nunca te falla



Juan

miércoles, 26 de julio de 2023

Los abuelos tienen la culpa

 

Hoy quisiera culpar a los abuelos, como miembro de un Tribunal Humanitario, que tanta falta nos hace en este mundo con un cambio climático incuestionable que, por los vientos de desaire o por las lluvias torrenciales de desapego, está erosionando los cimientos de nuestra convivencia más digna.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra ternura cercana, porque de ellos aprendemos a palpar la tersura para impregnarnos luego de la humedad de las arrugas y logramos sentir el color del viento cuando nos brotan los colores si violamos  nuestros propósitos más íntegros y verdaderos.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra prudencia tártara, por la cantidad de ingredientes que copiamos de sus gestos y sus palabras, acompañados siempre del efecto suavizante de los consejos o moralejas que supieron transmitirnos.

Los abuelos tienen la culpa de que no renunciemos a nuestros propósitos, porque muchos fueron los suyos propios y en nuestro empuje para alcanzarlos se vislumbra la frustración que acompañó a sus vidas por una astenia de ideales ambiciosos.

Los abuelos tienen la culpa de nuestro respeto por la  vida, porque la serenidad de los pasos, la caminata reflexiva en los asientos de los parques y las miradas al trasluz, en momentos de silencio, nos transmitieron la lectura de los componentes químicos necesarios para llenarnos de la única energía que precisamos para nuestro recorrido vital.

Los abuelos tienen la culpa de nuestra falta de odio y nuestra incapacidad para la venganza, de la necesidad de saber mirar en los rincones y poder hablar  con las sombras, de escuchar a los balcones y recitar, a viva voz, el goteo del rocío de la mañana.

Los abuelos tienen la culpa de que miremos al cielo cuando conseguimos una meta, de que lloremos en los momentos del parto de nuestra compañera de vida y aún de que no digamos nada cuando alguien  descubre en nosotros una verdad inaparente o un valor escondido.

Los abuelos tienen la culpa de que nos sintamos bien si nos consideran feos, que sigamos trabajando si alguien nos cataloga de torpes, que nos mantengamos en el camino a pesar de las piedras y que sigamos acumulando historias vivificantes en la suela de nuestros zapatos.

Los abuelos tienen la culpa de que nos sigamos mirando al espejo porque a ellos les parecía bien nuestra elegancia en la apariencia, que nos miremos hacia adentro porque ellos nos enseñaron a darle la vuelta al calcetín y que pasemos por esta vida sin hacer mucho  ruido porque el secreto está en el silencio de nuestras voces.

Los abuelos tienen la culpa de lo que nos enseñan sus nietos y de lo que aprendemos de las costumbres de sus recuerdos y, también, de los misterios que encierran las alabanzas vacías y las penitencias huecas.

Los abuelos, al fin y al cabo, siempre tienen la culpa de la humedad de nuestras lágrimas y la sequedad de nuestro orgullo, de la ironía de nuestra verguenza y la calidad de nuestras futuras enseñanzas, porque fueron pedagogos exclusivos, maestros con cordura, profesores del buen hacer  y nunca nos propusieron la demagogia como estilo de vida.

Los abuelos tienen la culpa de todo lo bueno que aún tenemos que escribir.


Vuestro amigo, que nunca os falla



Juan