Pareciese que estuviésemos viviendo con la necesidad de atravesar la etapa de la adaptación, que dura desde que somos concebidos y hasta que logramos aceptarnos en un mundo en constante cambio. Es en esta travesía, que puede durar hasta la segunda o tercera década de nuestras vidas, en la que nos preguntamos por qué caímos en este planeta, qué nos aporta la sociedad en nuestro proceso de construcción personal y cómo hemos de guardar las experiencias en nuestro baúl propositivo, porque algún día tendremos que echar mano de las vivencias para seguir proponiéndonos los cambios y ajustes necesarios para seguir aceptándonos.
Luego viene la etapa del compromiso, que persiste durante toda nuestra vida útil y/o productiva, en la que algunos se regalan, otros se entregan y la gran mayoría se reserva. Es aquí donde alcanzamos los éxitos o los fracasos, donde los aplausos nos concilian o nos invalidan, donde encontramos el sentido a las relaciones y también donde más preguntas nos hacemos sobre nuestros aportes y la calidad de nuestra aura, esa corona radiada que salpica calor y ejemplo, en nuestra tarea constante de pastoral en esta vida, o repudia y alejamiento por lo insalubre de nuestra paz interior.
Para finalizar, necesitamos atravesar la etapa del reflejo, en la que somos cuentacuentos de una historia de vida, pues narramos historietas a medias, procuramos tener cautiva a una población con consejos nunca aprendidos y, en muchos casos, renacen liderazgos que buscan construir una escuela, aunque quienes ahora la proponen nunca fueron buenos aprendices de nada.
Y en este fin de año encuentro que la etapa de la adaptación ha sido difícil para quienes tuvieron que dormir en la calle, con la casa a cuestas, por esquivar bombas que salieron de voces desacostumbradas que tomaron decisiones desde el desván del odio y aprendieron a malinterpretar su condición de vida, buscando el consenso entre los votos esquinados y desdibujados de una sociedad en continua crisis de valores.
Sinceramente, en la etapa del reflejo del año que ya pasa, no he encontrado proyectos de desarrollo democráticos y sustentados por propósitos del alma, en muchos casos faltos de madurez por la búsqueda constante de una aceptación a ciegas, condicionada por el dinero que teje heridas y zurce las calamidades, para luego presentar una camisa social, a bajo costo, con la etiqueta de un mundo a la medida de quienes así lo quieren para satisfacer sus propios intereses.
Y en la etapa del reflejo me sigo preguntando dónde está la verdadera iglesia en el mapa de símbolos, cuántas calles perdidas hay en el mar que ahogó tantas buenas esperanzas, a vista y paciencia de un sol que creemos que es para todos y se siguen dando los mensajes de Navidad por los líderes políticos y militares, cuando deberían escuchar a los representados y renovar sus votos de una entrega total, en ese contrato social al que tenemos tanto derecho y del que somos constantemente olvidados.
Y en ninguna etapa nos preparamos para aprender del clima, de las banderas que ondean, del niño que gatea en dirección opuesta, del gorrión que anuncia la lluvia, del portal que nos habla del visitante inesperado, de la peana que nos susurra los secretos de la calle, del tranquillo que calla tantas promesas injustas, de la ropa lavada que se ensució de tanto menosprecio y no del polvo acumulado en la maleta, de los abrazos postergados, que nos maltratan por la falta de compostura del mejor de los aprecios, del Padrenuestro que rezamos de memoria, de la fachada que señala la calidad de ser humano que alberga en su interior, de las miradas que tanto debieran educar y de las decisiones que fueron justas, aunque nadie lo reconozca, porque siempre hay algo que nos está insinuando: "aprende de mí".
Tu amigo, que nunca te falla
Juan